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Viajamos a… Mauritania: el corazón del desierto

Viajamos a… Mauritania: el corazón del desierto
Una de las dunas de Chinguetti (Imagen de Loly Betancor)
Una de las dunas de Chinguetti (Imagen de Loly Betancor)
Una de las dunas de Chinguetti (Imagen de Loly Betancor)
Una de las dunas de Chinguetti (Imagen de Loly Betancor)

Cada año Chinguetti muere un poco más, sepultada bajo las arenas del desierto. Pero no parece demasiado preocupada: no es la primera vez que sucede. Ni la segunda. Siglos atrás, la ciudad estaba enclavada en otro lugar no muy distante a la actual población. El viento, transportando la finísima arena del Sahara, poco a poco fue acumulándose en los rincones, en las paredes, en las calles hasta que enterró literalmente las casas. La vida se hizo insostenible y sus habitantes buscaron otro lugar donde vivir. Aquello sucedió en el siglo XVIII.

Hoy, a Chinguetti le vuelve a pasar lo mismo. La arena, incesante en su esfuerzo de engullir la huella del hombre, está logrando lo que solo el tiempo, paciente y tozudo, puede lograr: sepultar las casas. Queda poco tiempo, tal vez unas décadas antes de que la antigua población vuelva a quedarse desierta y, con ello, totalmente abandonada a su suerte, sin nadie que la cuide e intente hacer algo por detener el avance del desierto. Aunque poco se puede hacer y, en previsión de un final cierto, sus habitantes van cruzando el río (un enorme lecho totalmente seco) e instalándose en nuevas casas, rodeadas de imponentes vallas, construidas a base de piedras, arena y cemento. Poco a poco, se va vaciando la ciudad antigua, declarada Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, condenándola inevitablemente a la desaparición.

Sin embargo, todas las tardes al anochecer, y especialmente los viernes, todos los hombres de la población acuden a la vieja mezquita, en el corazón del ksar, la ciudad antigua. Su  minarete cuadrado destaca desde varios kilómetros a la redonda. Es toda una obra de ingeniería: piedra a piedra, con poca más ayuda que algo de arena, se alza firme y soberbio sobre un bosque de casas a punto de desmoronarse. Es el edificio mejor preservado de la antigua ciudad. En ese momento la ciudad cobra vida y se llena de color: los hombres envueltos en amplias túnicas tradicionales mauritanas invaden de azul los callejones y un murmullo generalizado se escucha tras la llamada al rezo.

A las mujeres cuesta verlas, a pesar de lo coloridos y llamativos que son sus vestidos. Cuidan de los hijos, preparan las comidas, van al pozo a por agua… Nosotros tuvimos la suerte de encontrarnos con Amina, quien nos enseñó su casa y preparó el té en su salón. Disfrutamos así de la larga ceremonia que lo envuelve: el traspaso del té desde la tetera a un pequeño vaso y de vuelta a la tetera, tres veces, para mezclar bien el azúcar; posteriormente, es el momento de lograr una densa espuma, escanciando el té desde la tetera al vasito, dejándo caer el líquido desde bien alto. Y así varias veces, hasta que la mitad del vaso está ocupado por espuma. Ni más ni menos que el té convertido en una obra de arte. Son tres los vasos de té que nos ofrecieron, los mismos aceptamos, de buen grado, para no ofender a nuestra anfitriona.

Chinguetti siempre había estado camuflada, oculta, confundida al usar los mismos colores que la arena que la rodeaba. En su día fue una de las ciudades más importantes de la región: por ella, transitaban las caravanas procedentes del sureste, de Mali, cargando la preciada sal que aún hoy se extrae de las minas de Taoudenni. Pero esta población fue mucho más que un puesto comercial.

[quote]Fue un centro de cultura, de saber, gracias a sus decenas de bibliotecas que han guardado durante siglos manuscritos con los saberes de la época.[/quote]

Muchas de estas aún siguen funcionando en la actualidad en la ciudad asfixiada. Pertenecen, como entonces, a familias que preocupadas por el saber y la transmisión del conocimiento, conservan y miman los libros.

Manuscrito de una de las bibliotecas de Chinguetti (© Strubell/Martínez-Pantoja)
Manuscrito de una de las bibliotecas de Chinguetti (© Strubell/Martínez-Pantoja)

Un rasgo interesante era la especialización que tenían: unas lo estaban en las matemáticas, otras en medicina, otras en religión…Hoy, gracias a proyectos de cooperación internacional, muchos de los manuscritos han sido catalogados y escaneados para ser difundidos y estudiados. Sin embargo, el visitante no debe esperar ver casi ninguno de esos manuscritos centenarios: la fragilidad de estos hace que solo se muestren en contadas ocasiones a investigadores. En las bibliotecas hoy solo se puede intuir la cantidad de saber y conocimiento acumulado durante siglos, pero ver, lo que se dice ver, no más que cajas y archivadores bien ordenados.

La puerta del Sáhara
Los turistas que hoy se aventuran a venir a este lugar remoto tienen la suerte de llegar a una de las más espectaculares puertas del desierto del Sáhara. Chinguetti está rodeada de pequeños oasis y el comercio e intercambio con estos aún sigue activo. Visitar alguno de los oasis, adentrándonos con camellos en el mar de dunas, es una experiencia sobrecogedora. Tenemos la suerte de poder elegir la extensión. Si solo disponemos de un día, visitar Lagueila es una experiencia que casi justifica en sí misma el desplazamiento a Mauritania. Si se dispone de más días, se pueden visitar oasis más lejanos, haciendo noche en ellos, durante 4, 5 o más días. El desierto en su máxima expresión.

Mezquita de Chinguetti (© Strubell/Martínez-Pantoja)
Mezquita de Chinguetti (© Strubell/Martínez-Pantoja)

Lagueila está a tres horas de caminata. La ruta, bien sabida por el guía y, seguro, por los propios camellos, serpentea entre enormes dunas, buscando la arena más firme sobre la que caminar. De repente, apenas cinco minutos tras salir de Chinguetti, miremos donde miremos, solo vemos dunas. Enormes, esculpidas graciosa y elegantemente por el viento, nos rodean por los cuatro costados. El único ruido, el del camello que resopla, el de algún pájaro aparentemente despistado y el de la brisa que reseca aún más nuestros ojos: con los turbantes bien ajustados, es la única parte que dejamos sin cubrir del incisivo sol y del seco viento que aspira a convertir en mojama nuestra piel.

La vida en el oasis es dura, muy dura. La cosecha del dátil, en el asfixiante mes de agosto, es el principal sustento y modo de vida. Entre las palmeras hay algún pequeño huerto alimentado por agua de profundos pozos. Las casas están alejadas del palmeral, en mitad de las dunas, a pleno sol. Son construcciones semicirculares fabricadas por completo de palmera: sus vigas, sus paredes, su techo están hechas a base de este árbol. La única construcción algo sólida es la escuela, a la que los niños del pueblo acuden a diario. Aunque hoy, que es festivo, están todos en el oasis con nosotros, jugando, observando y riendo curiosos. Somos nosotros la atracción y ellos son las primeras personas que vemos. Hasta que al rato, una vez se ha corrido la voz de nuestra presencia, acuden a la casa -donde nuestro camellero y guía nos prepara algo de comer- varias mujeres para intentar vendernos la misma artesanía que hemos visto en Nouadibou, Nouakchott y Atar. Allí no tienen material para hacerla ellas mismas, y obviamente no es autóctona, pero para estas mujeres es la única manera de tener un beneficio extra gracias al turismo.

Al volver a Chinguetti, una gran población en comparación con el oasis, destaca también la escasa (por no decir nula) actividad. Es un pueblo sigiloso, casi mortecino, a pesar de que viven casi 4.000 personas. Esperábamos encontrar el ruido de algún coche que llega a la población, algún tipo de molestia, pero no es así. La vida transcurre silenciosa, sosegada, de puntillas, como si temieran que hacer ruido molestara al desierto que, encabritado, fuera a engullir más rápidamente aun las últimas casas y paredes de la antigua ciudad. Parece como si quisieran pasar desapercibidos y que el desierto se olvidara de que están allí.

Itziar Martínez-Pantoja es psicóloga. Pablo Strubell es economista y gerente de la Librería De Viaje y socio de la Sociedad Geográfica Española. Es autor del libro Te odio, Marco Polo. Ambos han recorrido durante un año África en transporte público, desde Sudáfrica hasta Marruecos por la costa atlántica, visitando 14 países en el camino. El relato de su viaje se puede encontrar en www.africadecaboarabo.es

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