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Viajamos a… Madagascar: la costa de la vainilla

Viajamos a… Madagascar: la costa de la vainilla
Vainilla en la fábrica de Sambava (© Strubell/Martínez-Pantoja)
Vainilla en la fábrica de Sambava (© Strubell/Martínez-Pantoja)
Vainilla en la fábrica de Sambava (© Strubell/Martínez-Pantoja)
Vainilla en la fábrica de Sambava (© Strubell/Martínez-Pantoja)

Para muchos Madagascar es sinónimo de paraíso. A pesar del desconocimiento real del país, se tiene la idea de que es una isla remota, exótica, fértil, virgen, con gran diversidad étnica… algo que no va del todo desencaminado. Pero para los más gourmet, Madagascar es sinónimo de la vainilla bourbon, seguramente, la mejor vainilla del mundo. Así es que nosotros, dos cocinillas domésticos, nos sentimos casi obligados a ir en su búsqueda, a conocer la región donde se cultiva en el noreste del país. Conocedores del atractivo y del prestigio que tiene dicho ingrediente culinario, los creativos del marketing turístico malgache la han bautizado como Costa de la vainilla, para que no haya dudas de dónde está el epicentro de una de las esencias más caras del mundo.

Llegar a Sambava, la capital de la vainilla, no resulta fácil. La carretera procedente del norte, de Antsiranana, tras pasar Ambilombe se convierte en una infernal pista, que en nuestro cuaderno de bitácora ostenta el dudoso honor de ser “la peor carretera de todo el país (y seguro que de cualquier otro lugar del mundo)”. Tardamos seis horas en recorrer 109 kilómetros, transitando por unos baches más parecidos a cráteres, zarandeados de un lado a otro de la sobrecargada furgoneta, con la música a un volumen irritante (desde entonces no viajamos sin tapones para los oídos) en el que se convirtió desde ese momento en el “taxi-brousse más incómodo de Madagascar”. Una carretera de récord. Claro que la que llega a esta ciudad desde el sur es aún peor. En realidad, no es peor, pero es inútil: la carretera muere o nace en la entrada del Parque Nacional de Masoala, un verdero cul de sac, o sea, una carretera sin salida. Así es que la carretera del norte se convierte en el único acceso terrestre a la dulce y evocadora Costa de la vainilla.

Pero allí estábamos, lo logramos. Sambava nos recibió con la tranquilidad, casi somnolencia, que otorga el mar, como las pequeñas ciudades de este país. Edificios de dos pisos como mucho, decadentes, bajo enormes árboles; gente paseando; mercados animados (vendiendo desde pescado seco y jabones artesanales hasta estatuillas de Jesucristo o sombreros); y la humedad que habíamos leído que hacía falta para cultivar la vainilla. Preguntamos en algunos almacenes y mayoristas de este producto: llegábamos en un momento muy bueno pues julio es la época de lluvias pero también la de la recolección y secado. Así que pusimos rumbo a las montañas que desde la costa se levantaban hacia el interior, hacia Andapa, por una carretera perfectamente asfaltada… ¡Sensacional! ¡Sorprendente! Nos decíamos a nosotros mismos. Al rato, nos explicaron que es la Unión Europea quien la ha patrocinado, para fomentar el comercio y el desarrollo económico de la zona. Así se puede transportar la vainilla (y uno de los mejores arroces que se cultivan en el país) hasta el puerto y, por el agua, exportarla a los mercados europeos o americanos.

El lémur es una especie endémica de Madagascar (© Strubell/Martínez-Pantoja)
El lémur es una especie endémica de Madagascar (© Strubell/Martínez-Pantoja)

Parece increíble pero a medida que subíamos pasábamos por pueblos cuyo olor a vainilla se filtraba por las ventanillas del taxi-brousse, inundando con su dulce aroma el cargado ambiente. Eran pequeños pueblos de casas de madera, de techos de paja, elevadas unos palmos del suelo. Donde la gente camina descalza, si acaso con chanclas. Donde la electricidad aún no ha llegado y el colegio queda a varios kilómetros. En uno de esos, Rajoenitra nos explicó el proceso. “Una vez cortadas, se hierven en agua tres minutos. Así paran su crecimiento. Luego se ponen a secar al sol, cada día dos horas, durante tres semanas. Poco a poco, para que pierdan el agua pero sin que se quemen, pues si no pierden el aroma”. Él no era el único en el pueblo, ni mucho menos, que se dedicaba al cultivo y preparación de la vainilla: en los patios de muchas casas veíamos esterillas de rafia trenzada, con montañas de vainas extendidas sobre ellas. Y también otras con café y arroz.

En la oficina del Parque Nacional de Marojejy, uno de los últimos bosques realmente vírgenes del país (a mitad de camino entre Sambava y Andapa) nos asignaron a Guerlain como guía, que no solo era simpático sino que además de francés, hablaba buen inglés. Ya el camino hasta la entrada del parque hizo que mereciera la pena llegar hasta allí. Serpenteando entre arrozales, atravesando ríos, con las imponentes montañas al fondo, rodeados de una naturaleza deslumbrante, aprendimos, además, que la vainilla es una orquídea, o más bien, el fruto de ésta. Tampoco sabíamos que no es un producto oriundo de estas latitudes, sino que fueron los franceses quienes la trajeron desde México, viendo las condiciones climatológicas del país. Todo parecía perfecto: mucha humedad, calor en la época de cosecha… pero fallaba algo que hace que la producción en este país sea algo aún más laboriosa: no hay pájaro ni insecto que polinice la flor, con lo cual hay que hacerlo a mano, flor por flor, lo que constituye el primer paso en la larga cadena de obtención del producto tan deseado por fábricas de helados y yogures de medio mundo. Y claro, otro de los motivos por los que la vainilla de Madagascar es tan cara.

Durante dos días disfrutamos de las montañas, totalmente cubiertas por el bosque tupido, húmedo, muy húmedo. Lleno de lianas, raíces que emergían de la tierra, y barro, claro. Es lo que tiene ir en época de lluvias. No faltaron las caídas, los mosquitos… ni las curiosas pero desagradables sanguijuelas, que intentaban entrar sigilosamente por los agujeros de los cordones de nuestros zapatos en busca de sangre para alimentarse. En las pausas para descansar los sonidos abrumaban: cigarras, pájaros, el agua al fondo… Componían los únicos elementos reconocibles de un marco sonoro desconcertante para el no iniciado. Pero era lo que no hacía ruido lo que más nos sorprendió: pequeños anfibios de fantásticos colores; camaleones que cruzaban el camino discretos; arañas delicadas; infinidad de árboles y plantas medicinales; helechos azules; algún pequeño lémur dormitando… Madagascar es uno de los países con mayor diversidad de flora y fauna del mundo, mucha de ella, además, endémica de la isla. Un paraíso para los amantes de la naturaleza.

Mercado en la ciudad costera de Vohemar (© Strubell/Martínez-Pantoja)
Mercado en la ciudad costera de Vohemar (© Strubell/Martínez-Pantoja)

Sin embargo, las amenazas para esta son serias, tanto a nivel nacional como particular. Guerlain nos cuenta cómo algunas veces han tenido que entrar en el parque para expulsar a madereros ilegales que estaban talando palisandro. La tala y caza de furtivos es un serio problema, como también lo es la deforestación “legal” masiva que sufre el país: a la tala para ampliar las zonas de cultivo (con las dañinas técnicas de cultivo de roza o quema), la creación de pastos para el ganado o para obtener leña y fabricar carbón no le sigue la necesaria repoblación. Así es que en la actualidad no más del 10% de la superficie del país permanece arbolada, estando solo el 3% teóricamente protegido…

Regresamos a la carretera para intentar conseguir transporte al destino final de nuestra costa de la vainilla: Andapa, una población del interior famosa por producir, dicen, uno de los mejores arroces del país. Allí acaba la carretera. Es el final de la ruta, aunque no por ello es menos interesante… Está situada en un amplio valle rodeado de montañas y al llegar se la ve una ciudad próspera: tiene gasolinera, algunas calles asfaltadas, farmacias surtidas y tres farolas. Sí, tres, las que rodean la única oficina bancaria y que constituyen el único alumbrado público. Un lujo que ya quisieran para sí otras ciudades malgaches. Pero esa ya es otra historia. Veníamos siguiendo la pista de la vainilla, rastreando su olor, y deberemos regresar a Sambava para intentar comprar un manojo de esta preciada especia, tarea complicada: exportada su precio se multiplica astronómicamente y nadie quiere “malvenderla” en el país. Es lo que tiene el comercio…

Itziar Martínez-Pantoja es psicóloga. Pablo Strubell es economista y gerente de la Librería De Viaje y socio de la Sociedad Geográfica Española. Es autor del libro Te odio, Marco Polo. Ambos han recorrido durante un año África en transporte público, desde Sudáfrica hasta Marruecos por la costa atlántica, visitando 14 países en el camino. El relato de su viaje se puede encontrar en www.africadecaboarabo.es

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