Hay canciones que cuentan historias y libros que tienen música. Letras con sonidos escritas para mayor gloria de la historia de un pueblo, de la vida cotidiana de sus gentes. En un sitio cualquiera de cualquier región, en cualquier país. Y en África, en muchos países de África, quizás el continente que atesora mayor aprecio y respeto popular por su patrimonio tradicional oral, se funden las letras y los sonidos. Las músicas y la escritura. En fin, los libros y los discos.
Como hombre bien viajado, y mejor leído, por África, el escritor Antonio Lozano (Tánger, 1956-Las Palmas de Gran Canaria, 2019) sabía muy bien que los libros africanos, las letras impresas de un continente entero, tan vasto, rico y diverso, no se pueden entender por completo sin conocer y apreciar sus músicas contemporáneas. De esa curiosidad compartida por los sonidos que acompañan a los grandes libros africanos surgió, primero, la idea de poner músicas a las historias de Antonio Lozano. A la obra de enjundia de un escritor que siempre será recordado por la influencia nutritiva que ejerció, casi sin querer ser protagonista, en varias generaciones nuevas de escritores, autores teatrales, músicos, fotógrafos y periodistas que enfocaron sus trabajos hacia África. Hacia el África más cercana.
La historia personal de Antonio regaló el punto de partida. Tánger ya no es lo que era, pero sus músicas siguen estando ahí, en la ciudad añeja y ajada que Lozano pisó durante sus primeros años y a la que volvería, entre otras obras, en El largo sueño de Tánger. Y en literatura, con el permiso de Chukri y Mrabet, Tánger suena a Paul Bowles. De él, diletante exótico, elegimos la adaptación de Ryuichi Sakamoto para la banda sonora de El cielo protector y una revisión en clave electrónica de Bill Laswell sobre la voz gastada, áspera, de Bowles recitando Baptism of solitude: “Immediately when you arrive in Sahara, for the first or the tenth time, you notice the stillness. An incredible, absolute silence prevails outside towns…”
Del desierto sahariano donde Antonio Lozano localizó pasajes de su primera novela, Harraga, a las mil calles ruidosas de El Cairo para escuchar a la voz más importante salida de África. Se llamaba Oum Kalsoum y la leyenda recuerda que cuando ella cantaba cada tarde en Radio Cairo se detenía la vida en el mundo árabe. Desde Siria hasta Marruecos, de Damasco a Casablanca. Enta omri, una de sus piezas emblemáticas y conocidas, condensa los aromas de tiempos que ya no vuelven en la voz de la gran dama de la canción árabe. Mucho antes de que cantantes como el argelino Khaled agitaran la música magrebí con su mezcla audaz de pop y raíces llamada raï.
Con una reputación bien ganada con casetes populares que en los países del norte de África aún pasan de mano a mano, últimamente ya de teléfono a teléfono, dos artistas elegidos por Antonio Lozano simbolizan a carta cabal el amplio abanico de estilos musicales que conviven a ambas orillas del desierto del Sahara. Por el norte, las canciones del grupo marroquí Nass El Ghiwane han acompañado el devenir de las nuevas generaciones de jóvenes magrebíes. Antes de la eclosión del pop y el rap criado en las grandes ciudades, Nass El Ghiwane encarnó una suerte de panarabismo orgulloso basado en las tradiciones sonoras del Magreb y una desafiante actitud rock que en los años de plomo sirvieron de espita para los más jóvenes.
Por el sur, algo similar pero mucho más importante en lo personal ocurrió con las canciones de dos de las grandes antorchas de las músicas de África. Salif Keita era un vocalista de notable éxito en los clubes del Bamako poscolonial, pero pronto lo apostó todo por la aventura europea. Primero se estableció en París y allí grabó un disco incontestable, Soro. Pero luego su voz de acero afilado terminó por ser sepultada por los sintetizadores de moda en el momento. La reinvención del cantante albino llegó con su regreso a Mali, donde sus caminos se encontraron con Antonio Lozano para incluir la canción Papa en la obra Me llamo Suleimán (adaptación de Mario Vega que ambos, autor y director, llevaron a Bamako) con los avatares de Suleimán y Musa en el camino hacia un sueño.
Seguro que su amigo Ali Farka Touré se hubiera apuntado al baile, él, que nunca decía no. El imperial guitarrista de blues que nunca dio un balón por perdido. El músico de Niafunké que invirtió mucho del dinero que rendían sus discos en Europa y Estados Unidos en la instalación de una red de agua en su desértico pueblo natal a las puertas de Tombuctú. Y donde había piedras hoy crecen tomates. De su alianza fraternal con el príncipe de la kora, Toumani Diabaté, y el contrabajista cubano Cachaíto López rescatamos Sabu yerkoy.
Con el recuerdo del profesor Amadou Ndoye en la memoria, la meta siguiente fue retratar los sonidos de los países de África occidental que han acompañado algunas de las historias literarias de Antonio Lozano. Y todos los caminos nos llevaron a Dakar, allí donde hoy resuenan los ecos tristes por la pérdida del amigo que se fue. Dakar tiene nombre de hijo de la Medina, el barrio popular y populoso en el que Youssou N’Dour reside desde hace más de medio siglo. La voz absoluta del nuevo Senegal, el país que se sacó de encima la tutela colonial y eligió a un escritor como presidente del Gobierno (a ver quién se atreve a ir dando lecciones por ahí) para reivindicar el patrimonio cultural propio. Junto a la Étoile de Dakar primero acuñó una mezcla contagiosa de ritmos africanos y soniquetes latinos, que al tiempo dio lugar a la eclosión del atlético pop senegalés llamado mbalax. Amadou Bagayoko y Mariam Doumbia, dos de las decenas de músicos que Antonio Lozano ayudó a cantar en Canarias, son otros testigos de aquella época dorada de las músicas en Dakar y Bamako, en Abiyán y en Niamey, que rescata la canción Senegal fast food y que está tan presente en las novelas de Moussa Konaté o de Amadou Hampaté Bâ, autores ambos traducidos por Lozano.
En 2006 el escritor de origen tangerino afincado en la isla de Gran Canaria publicó El caso Sankara, uno de esos libros necesarios que reavivan la llama ante las injusticias y la secular falta de memoria de la historia, digamos, oficial. El libro obtuvo el Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona y su lectura volvió a despertar el interés por aquel hombre justo que una vez fue retratado con el uniforme verde olivo empuñando una guitarra eléctrica en vez de una ametralladora. El legado revolucionario de Thomas Sankara volvió a germinar luego en las calles suburbiales de Dakar con el rapero Didier Awadi, de quien suenan dos canciones que publicó sobre discursos del político burkinabés en Presidents d’Afrique.
Siempre pendiente de abrir ventanas nuevas a las historias de África, plantando semillas (negras) sin pedir nada a cambio, un oasis en tiempos de egos revueltos, cinismo pasota e indignación oportunista, Antonio Lozano culminó su excursión por las músicas africanas con un rescate en clave personal. Zao Casimir Zoba es un cantante de Goma (República Democrática del Congo) que se hizo popular en la región de los Grandes Lagos en los años ochenta con canciones trufadas de consignas sociales. Pionero en concienciar ante los riesgos del sida en África y la denuncia de la corrupción sistémica, Zao refleja, como otros muchos autores y músicos del continente, la importancia social que todavía hoy juegan los sonidos y las canciones que se transmiten de generación en generación.
Desde esta atribulada orilla del mundo llamada Europa, parapetada entre muros azules y barrotes de oro, Antonio Lozano identificó muchas de las riquezas culturales de los lugares y los pueblos de África que conoció por el camino. Haciendo bueno lo que una vez dijo Leguineche: un escritor viajero no es más que un hombre que se va al otro lado del planeta para buscar conversación. Y con sus cosechas Antonio empeñó su vida entera en mostrarlas al mundo, en narrar África más allá de los clichés hambre-guerra-desgracia.
Conviene que ahora no se apague la llama prendida que deja este hombre bueno, generoso y tenaz. Un lugar de encuentro en medio del ruido, de los celos, del yo primero. Y un autor que siempre puso por delante lo colectivo para sembrar nuevas semillas (negras) que, estoy seguro, no dejarán de brotar nunca en los dos lados, canario y africano, de su mapa emocional y literario. Buen viaje, maestro.
Carlos Fuentes (@delocotidianocf) es el autor de Semilla Negra. Periodista y crítico musical, durante las últimas dos décadas ha publicado artículos, entrevistas y reportajes sobre las músicas africanas en periódicos nacionales y en revistas especializadas como Rockdelux o Serie B.