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El futuro del mundo pasa por la guerra de Sudán

El futuro del mundo pasa por la guerra de Sudán
Jaume Portell Cano

Jaume Portell

Periodista

“En el futuro habrá guerras por el agua y los recursos” es una frase que, de vez en cuando, alguien dice en conversaciones más o menos clarividentes. El emisor, más informado que los demás – que aún no se han dado cuenta- enuncia que el cambio climático es una amenaza que lo cambiará todo para siempre y que a partir de entonces pasarán cosas horrendas. Por ejemplo, que habrá guerras por el agua y los recursos. Tiene la mejor de las intenciones: después de todo, solo intenta llamar la atención de un problema que algún día nos encontraremos. Los errores de esta premisa son su eurocentrismo y su falta de perspectiva histórica.

Las guerras del pasado ya han sido, de una manera u otra, por los recursos. Cabría preguntarse si, en algún momento o en algún lugar, ha existido un conflicto que no tenga como telón de fondo el control y la explotación de los recursos. Suelen ser un factor para empezar una guerra y, sobre todo, son decisivos para concluirlas. Uno de los momentos cruciales de la II Guerra Mundial giró alrededor de un solo recurso. Obsesionado por controlar el petróleo de Bakú, la capital de Azerbaiyán, Adolf Hitler ignoró las ideas de sus generales, que querían avanzar antes hacia Moscú: “Mis generales no entienden nada de la perspectiva económica de la guerra”, concluyó. Al final, los nazis no consiguieron ni el petróleo azerí ni llegar a Moscú; atrapados en el invierno ruso y con menos provisiones energéticas de las esperadas, empezaron a perder la guerra en ese episodio del otoño de 1941.

Pan y petróleo

En Sudán, el futuro ya ha llegado. “Las guerras por el agua y los recursos” no son una proyección para las próximas décadas. Un conflicto entre el ejército y un grupo paramilitar desangra al país desde la primavera del año pasado, consecuencia de una serie de movimientos que tienen mucho que ver con los recursos. Esta es la tercera guerra civil que vive el país desde su independencia en 1956. La separación de Sudán del Sur -tras un conflicto de tres décadas- en 2011 hizo que Sudán se quedara sin una de sus principales exportaciones: buena parte de las reservas de petróleo quedaron en el territorio del nuevo país independiente. Sudán pasó de vender 10 000 millones de dólares anuales de petróleo antes de la independencia sursudanesa a apenas llegar a los 2000 millones de dólares actuales. Buscando una nueva exportación, Sudán se ha centrado especialmente en sus minas de oro.

En 2019, Sudán se coló en los titulares de prensa como una historia esperanzadora. El dictador Omar al-Bashir, en el poder desde 1989, había caído tras una revuelta ciudadana. Alaa Salah, una joven estudiante, cantó por la libertad en un vídeo que se hizo viral en redes sociales. Uno de los desencadenantes de la revuelta había sido la retirada de los subsidios al pan: el precio se triplicó y la población se lanzó a la calle para protestar contra el gobierno liderado por al-Bashir, que acabó derrocado por elementos del mismo ejército que le había mantenido en el poder durante 30 años. Teóricamente, una alianza entre militares y civiles debía conducir a Sudán hacia unas elecciones democráticas después de un periodo de transición.

En junio de 2021, el FMI y el Banco Mundial aprobaron una cancelación de deuda a Sudán. De esta manera, gracias a las reformas aprobadas anteriormente, su deuda pasaría de 56 000 millones de dólares a 28 000 millones. Para optar a las anulaciones de deuda, Sudán había aplicado medidas como la retirada del subsidio a la gasolina o permitir la flotación de la moneda sudanesa en el mercado libre. En octubre, la gasolina se dobló de precio y el pan y la electricidad se encarecieron considerablemente. Algunos sudaneses sentían que nada había cambiado desde que protestaban contra al-Bashir, y ese mismo mes los militares dieron un golpe para acabar con la presencia civil en el gobierno.

En junio de 2024, el FMI tenía previsto anular más deuda y que Sudán pasara a deber 6000 millones de dólares. Esa proyección, como la de la transición democrática, tampoco se ha cumplido. Sudán se encuentra inmerso, desde abril del año pasado, en una guerra civil entre los dos grupos que se repartieron el poder tras el golpe de octubre de 2021: a un lado, el ejército, liderado por Abdel Fattah al-Burhan; al otro, un grupo paramilitar que había ganado poder, precisamente, haciendo el trabajo sucio para el ejército a principios de los 2000. Su líder, entonces y ahora, es Mohamed Hamdan Dagalo, más conocido como Hemedti.

Tal y como explicaba la revista 5W en una crónica desde un campo de refugiados, cerca de la frontera sudanesa en Chad, dos millones de personas han huido del país desde el inicio del conflicto y 25 millones más -casi la mitad de la población- necesitan ayuda humanitaria para sobrevivir. ‘La guerra que no importa’, según denuncia Patricia Simón, la autora de la crónica, tiene todos los números para engrosar la lista de los llamados ‘conflictos olvidados’, pero no es, ni mucho menos, un conflicto que no interese a nadie. El futuro de una parte de Oriente Medio y el norte de África se juega en el desenlace de la guerra sudanesa.

Agua, electricidad, ropa

Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos son dos países inmensamente ricos, pero su dinero no les permite escaparse de una realidad: sus tierras no son aptas para cultivar todos los alimentos que necesitan. Arabia Saudí consume, según los datos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, más de 14 millones de toneladas de cereales. Apenas produce un 15 % de lo que necesita y debe importar el resto. Emiratos Árabes Unidos, con menos territorio aún, debe importar prácticamente todos los cereales que consume. Es por ese motivo que, desde hace años, ambos países buscan socios complementarios: países con poco dinero, pero que sean ricos en agua y tierras fértiles. Sudán, bañado por el río Nilo, es un socio ideal en ese sentido. Gracias a la tecnificación y a la inversión, los aumentos de productividad agrícola servirían para abastecer a los mercados de Oriente Medio.

Según un artículo publicado en Foreign Policy, la guerra sudanesa se ha convertido hasta cierto punto en un duelo entre Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos. Los primeros apoyan al ejército; los segundos, a los paramilitares. Y tienen el mismo objetivo: que su candidato llegue al gobierno para consolidar su posición en el país. “En 2018, Abu Dabi había invertido 7600 millones de dólares en el país. Desde la caída de Bashir, los Emiratos han añadido otras inversiones por valor de 6000 millones de dólares que incluyen proyectos agrícolas y un puerto en el mar Rojo. En octubre de 2022, Riad anunció que invertiría hasta 24 000 millones de dólares en sectores de la economía sudanesa como infraestructuras, minería y agricultura”, explicaba el autor del artículo, el académico Talal Mohamed.

La cuestión del río Nilo no es un asunto menor. Etiopía quiere poner en marcha la Gran Presa del Renacimiento Etíope, un proyecto que pretende electrificar el país gracias a la producción hidroeléctrica. El gobierno del primer ministro etíope, Abiy Ahmed, considera que el futuro nacional depende de la puesta en marcha de la presa; Egipto, que necesita el río Nilo para su agricultura -y que ya es muy dependiente de las importaciones de trigo-, lleva años intentando frenar el proyecto. Sudán, el vecino entre ambos gigantes, será un actor decisivo para definir hacia qué lado de la balanza se resuelve este choque.

De momento, tanto Egipto como Etiopía presentan dos características comunes: llevan años invirtiendo en armamento y ambos tienen una situación económica muy delicada. Etiopía hizo default a finales del año pasado y Egipto ha cogido aire solamente gracias a las inyecciones milmillonarias de los países del Golfo y del FMI. Empresas del sector textil como Levis y H&M vigilan la situación de cerca: una parte de su producción de ropa está en Etiopía, donde el sueldo de una obrera textil es de 26 dólares al mes. Si la electricidad es más barata en Etiopía, el clima de inversión será propicio para que esas empresas mantengan -o amplíen- su presencia en la zona; pero Egipto es un país estratégico para Washington y para la estabilidad de Oriente Medio. Su hundimiento tendría reverberaciones globales, tanto para el comercio marítimo como para el conflicto entre Israel y Palestina. Mientras el duelo entre Etiopía y Egipto no se resuelve, los diferentes actores mueven ficha en Sudán: Egipto también apoya al ejército sudanés, buscando un régimen militar similar al que hay en El Cairo.

Un mercado en el horizonte

Todos los Estados necesitan que su población coma, pero si no producen comida suficiente deben comprarla en el mercado mundial. Y la lista de países que venden arroz, trigo o maíz es reducida. Esto tiene, como consecuencia, que una sequía o una mala cosecha perjudique no solamente al país productor, sino a los compradores que dependen de ese suministro para alimentar a sus ciudadanos. El cambio climático no ha hecho más que acelerar esta tendencia. Para conseguir arroz o trigo, las regiones deficitarias deben ir a comprar a Rusia (trigo), Vietnam (arroz) o la India (arroz y trigo), pero no todas cuentan con los mismos recursos.

La Unión Europea, Arabia Saudí o los Emiratos Árabes Unidos cuentan con más dinero que Kenia, Túnez, Senegal o Costa de Marfil. En esa subasta, los más pobres acaban dependiendo de ayudas caritativas o deben conformarse con comprar menos -y ver cómo la inflación llega a los productos básicos, arriesgando su estabilidad política. Los más ricos pueden comprarse tierras o, en última instancia, ser cada vez más influyentes en la política de países enteros a través del dinero, la fuerza o una mezcla de ambos. Esa es la lección sudanesa: las guerras por el agua y los recursos ya existen, y esta no será la última, aunque la estemos ignorando.

Artículo de Jaume Portell.

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