UNÁNIME DESEO DE CAMBIO
Quizá la coincidencia en el tiempo alimente esas sensaciones, pero los acontecimientos del 30 de agosto en Gabón apenas se acercan al cariz de la «epidemia de golpes de Estado» que algunos análisis esparcieron con temeraria presteza. Tampoco responden al «sentimiento antifrancés» que muchos creen ver. Símbolo por excelencia de la françafrique -junto a Senegal, Costa de Marfil y Camerún-, Gabón es una de las «joyas» del antiguo imperio francés desde su independencia en 1960 y, como tal, se primó la «estabilidad» sobre las ansias de libertad de su población. La intentona del ministro de Asuntos Exteriores, Jean-Hilaire Obama Eyegue (Aubame Eyeghe en la grafía francesa) para derrocar al presidente Leon Mba en 1964 fue abortada con rudeza por los paracaidistas franceses estacionados en las cercanías de la capital, Libreville. El fallecimiento de Mba en 1967 aupó a la presidencia a Albert-Bernard (luego Omar) Bongo Ondimba, su jefe de Gabinete, quien instauró un régimen dominado por el Partido Democrático Gabonés (PDG), único legal en el país. Posee importantes yacimientos de hierro (considerados los más ricos del mundo), manganeso (segundo mayor comercializador mundial), petróleo y uranio; también exporta -a Francia- ingentes cantidades de oro, plomo y plata, además de madera y pesca. Las revueltas populares de 1992 exigiendo la sustitución del «eterno presidente» y elecciones democráticas fueron igualmente reprimidas con dureza por las tropas francesas. Desde entonces, la autocracia se convirtió en «democratura»: un sistema multipartidista en el que el PDG seguía siendo hegemónico. Implicado en la causa de los «bienes mal adquiridos» -promovida por las organizaciones Transparency International, Sherpa y Survie ante tribunales del país, también contra los dictadores Teodoro Obiang (Guinea Ecuatorial), Denis Sassou-Nguesso (Congo-Brazzaville) y Blaise Compaoré (Burkina Faso) y allegados, acusados de apropiación de fondos públicos-, Bongo evitó ir a tratarse en Francia y murió en una clínica de Barcelona en junio de 2009. Según había dispuesto, le sucedió su hijo Ali-Ben, quien siguió la estela del padre con el firme apoyo de Francia.
Su muerte en España, y no en su país, es una pista certera para comprender la realidad gabonesa. Ponderado en los medios occidentales por su «estabilidad» y «prosperidad», los 42 años de «reinado» de Omar Bongo no proporcionaron a sus compatriotas ni libertad ni desarrollo. No existen infraestructuras educativas dignas, ni un hospital decente, ni red viaria, ni transporte público; los 845 000 habitantes de Libreville, una de las capitales más caras del mundo, se hacinan en barrios infectos; la corrupción es endémica, la inseguridad pavorosa, y su envidiable nivel de renta, 10 390 $ en 2022 (cuatro veces superior a la media de África subsahariana), es sólo un apunte estadístico que camufla la pésima distribución de los ingentes recursos. La economía creció en los últimos años a un ritmo del 8,1 % anual, pero el 32 % de sus escasos dos millones de ciudadanos malviven por debajo el umbral de la pobreza, es decir, con menos de 5,5 $ diarios, según datos del Banco Mundial, y su esperanza de vida es de 66,53 años. Bongo relegó el sector agrícola, que sólo representa el 7 % del PIB, dedicado principalmente a un producto de exportación como el aceite de palma, por lo cual se importa la comida del menú diario a precios exorbitantes. La gestión del heredero no mejoró la situación. Numerosas irregularidades plagaron las «elecciones presidenciales» de agosto de 2009 y, según la oposición, «estuvieron manipuladas en su totalidad». La atribución del triunfo a Ali-Ben Bongo provocó indignación y disturbios en todo el país, sobre todo en la capital y en Port-Gentil, segunda ciudad del país, epicentro de la producción petrolífera, donde la multitud atacó y saqueó instalaciones de compañías petrolíferas, la francesa Total y la estadounidense Schlumberger. Durante los duros enfrentamientos con las fuerzas de seguridad en la capital, resultó «seriamente herido» el secretario general de Unión del Pueblo Gabonés (UPG), el veterano contestatario Pierre Mamboundou. A su vez, el candidato de Unión Nacional (UN), principal partido de la oposición, André Mba Obame, doctor en Ciencias Políticas por La Sorbona y antiguo ministro de Bongo-padre, reclamó su victoria y se proclamó presidente. UN fue ilegalizada por «amenazar la paz, la seguridad y la estabilidad». Francia, que seguía con atención tales sucesos, expresó su postura: «Observadores que nos han dado sus informes han dicho que la elección sucedió en condiciones aceptables. Si los candidatos que perdieron quieren impugnar el resultado, deberían hacerlo en una corte constitucional», declaró el secretario de Estado de Cooperación, Alain Joyandet. Corte constitucional, huelga decirlo, nombrada por el Gobierno y absolutamente sumisa a la familia presidencial. Incómodos por la autoproclamación de Mba Obame, París movilizó su diplomacia. Tanto la Unión Africana (UA) como la Comunidad Económica y Monetaria de África Central (CEMAC) desautorizaron las acciones de Mba Obame. Poco después, aquejado de misteriosas dolencias, emprendía una larga peregrinación por hospitales de Sudáfrica, Túnez, Níger y Camerún. En abril de 2015 fallecía en Yaundé a los 57 años, muerte calificada de «extraña» por Le Monde. Sus partidarios parecen tenerlo claro: acusaron a Bongo de haberle envenenado. En sus funerales hubo airadas protestas, cargas policiales e incendios de edificios, automóviles y de alguna embajada.
Se repitió en el simulacro «electoral» en agosto de 2016. Una población escéptica o desilusionada ante la imposibilidad de cambio se abstuvo, de hecho, pues solo acudió a las urnas el 59,5 % del cuerpo electoral. Y acertó. El 31 de agosto, Bongo se consideró reelegido para otro mandato de siete años tras declararle vencedor una comisión electoral afín, con el 49,80 % de los votos. Según el escrutinio oficial, el candidato opositor, Jean Ping, había perdido por un estrecho margen de 6000 votos. Durante la campaña, Ping -doctor en Economía por la Universidad de La Sorbona, presidente de la Asamblea General de la ONU en el período 2004-2005, siendo ministro de Asuntos Exteriores, y expresidente de la Comisión de la UA entre 2008 y 2012- concitó la inquina del oficialismo, que, celoso de su popularidad, le acusó de «traición» por abandonar el PDG dos años antes y pasar a la oposición, después de haberse beneficiado de las prebendas como titular de diversos ministerios durante años y ser pariente próximo del presidente por matrimonio con su hermana. «Está claro que no tengo absolutamente nada que ver con las actuales autoridades», dijo. Como es habitual en las autocracias «reinantes» en África, se intentó desacreditarle y perseguirle ante los tribunales antes, durante y después de las «elecciones»: fue acusado de «atentar contra la seguridad pública» y el propio presidente, «en calidad de ciudadano», le denunció «por difamación». Según estimaciones independientes, Ping había superado con amplitud a Bongo al ser votado por el 59 % de los electores, frente al 38 % conseguido por Bongo, lectura creíble ante la solidez de su programa y equipo y contar su candidatura con el apoyo del conjunto de la oposición, unida en un único bloque para evitar la fragmentación y mejorar las opciones de derrotar a Bongo. Obviamente, el nuevo pucherazo desató las iras de los ciudadanos. La nueva y controvertida «reelección» del heredero evidenció la renuencia del «clan Bongo» a dejar el poder. Se sucedieron graves disturbios en la capital y en todo el país, enfrentamientos que causaron tres muertos -dos de ellos en la sede del partido del candidato opositor, bombardeada desde helicópteros y tomada por efectivos de la guardia presidencial, policía y mercenarios- y un millar de detenidos, según datos oficiales. «El escenario se repite desde hace 50 años: la oposición gana siempre las elecciones, pero no accede al poder», declaró Ping a la televisión France24. «Todo el mundo sabe que soy yo quien ha ganado estos comicios. Toda la comunidad internacional lo sabe», añadió, mientras crecía la indignación popular. En Libreville, un grupo de manifestantes prendió fuego a la sede del Parlamento y otros intentaron quemar gasolineras, siendo repelidos por las fuerzas de seguridad en refriegas que duraron horas, y en Port-Gentil, la multitud fue dispersada con balas de goma y cañones de agua, medios represivos -debe señalarse- proporcionados por Francia. Era imposible ignorar el escándalo por el inusitado activismo en las redes sociales. Los observadores europeos informaron esta vez de las numerosas anomalías en el proceso electoral y condenaron la violencia ejercida desde el poder contra los ciudadanos. La UE pidió al Gobierno gabonés «mayor transparencia» publicando los resultados de cada mesa. El entonces primer ministro galo, Manuel Valls, reiteró que debía efectuarse un recuento público de los votos para verificar los resultados oficiales. Francia mostró su «preocupación» por sus ciudadanos y francodescendientes presentes en Gabón; al parecer, algunos de ellos habían sido detenidos en los numerosos e indiscriminados arrestos efectuados. Por su parte, la UA condenó la «ola de violencia» y se comprometió a enviar una alta delegación, conducida por su presidente en ejercicio, el chadiano Idriss Déby, para «mediar». El secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, «deploró la violencia y la innecesaria pérdida de vidas» e instó a ambas partes a «reducir los mensajes inflamatorios» para «encontrar una solución pacífica». Washington seguía con «preocupación la forma en la que las detenciones masivas se llevaban a cabo» y se mostró «conforme» con la mediación de la UA. Mera palabrería, pues Ali-Ben Bongo siguió en el poder.
El 24 de octubre de 2018, el presidente era hospitalizado en Riad durante una visita oficial a Arabia Saudí. El cerrojazo informativo sobre su salud fue total, alimentando rumores e inquietud. Nadie creyó al portavoz de la Presidencia, Ike Ngouoni Aila, cuando, cuatro días después, atribuyó al «fuerte cansancio» el «malestar» del jefe de Estado. Un artículo en el prestigioso digital Mondafrique reveló el misterio el 18 de noviembre: «El presidente Ali Bongo, que fue víctima, el 24 de octubre, en Arabia Saudita, de un muy severo AVC [Accidente Vascular Cerebral], ha salido del coma. Está consciente, pero sin poder hablar (…). Continúa hospitalizado (…), aunque su capacidad de recuperar la voz y la movilidad sigue siendo incierta. (…) Si este proceso lo hubiera padecido en Gabón, no estaría ya en este mundo. Ha tenido la suerte (si puede decirse así) de ser atendido muy rápidamente en un muy buen hospital norteamericano en Riyad. Fue drenado en muy buenas condiciones y sometido a un coma artificial del que acaba de salir. Ahora muestra signos de que reconoce a sus allegados y la música que le gusta, pero no puede hablar ni desplazarse. Ignoramos, en este estado, cuál puede ser su capacidad de recuperación». Sólo a partir de entonces se admitió implícitamente la gravedad de su estado, siempre insistiendo en que «ha mejorado sensiblemente», «está en fase de recuperar plenamente sus facultades físicas», «esboza progresivamente una fase de recuperación física muy alentadora», «ha mejorado sensiblemente», «su vida ya no está en peligro», «ya no está con respiración artificial»… Con el país en vilo, a nadie le extrañó el diagnóstico: eran bien conocidos los excesos en sus aficiones insanas. Abandonó el hospital Rey Faisal de Riad el 28 noviembre, al «aceptar la propuesta de acogida de su hermano, su majestad el rey de Marruecos Mohammed VI, para continuar su convalecencia», escribió su esposa francesa, Sylvie, en sus redes sociales. El 7 de marzo, el portavoz anunció su «recuperación» y negó la rumoreada existencia de un «doble» en la Presidencia. No se publicó imagen alguna, y esa opacidad informativa -idéntica a la de su padre durante su enfermedad y muerte en España, que tardaron varios días en anunciar- acrecentó la inquietud en la población y en la cúpula del PDG. Hubo indicios de que, ante la incomunicación, y en ausencia de un sucesor claro, altas personalidades de su partido preparaban su relevo, declarando su incapacidad y convocando elecciones, conforme dispone el artículo 13 de la Constitución. La férrea personalización del poder en la autocracia gobernante impidió la activación del proceso. Las únicas decisiones emanadas de este período fueron la autorización al vicepresidente del Consejo Constitucional, Pierre-Claver Maganga Moussavou, para presidir algunas sesiones del Gobierno; su presidenta, Marie-Madeleine Mborantsuo, no obtuvo el consenso suficiente por su larga relación romántica con Bongo-padre y su estrecha cercanía con Bongo-hijo; al tiempo, se prohibió el acceso a los medios públicos a los militantes de UN durante tres meses. En previsión del peor desenlace, la UA estudió el envío a Libreville de una misión de observación, mientras se radicalizaban las exigencias de los trabajadores agrupados en la combativa Organización Nacional de Empleados del Petróleo, en huelga desde hacía meses en la filial local de Total. Arreciaban las exigencias de transparencia, para evitar un «golpe de mano» de la poderosa familia Bongo, imponiendo a alguno de sus miembros al margen de la Constitución. Ali-Ben Bongo salió del hospital King Mohammed V el 7 de diciembre de 2018. Su familia informó de que pasaría «un tiempo recuperándose en una residencia privada en Rabat». Se desconoce cuándo regresó a Libreville, pero sólo reapareció en público en agosto de 2019, con ocasión de la fiesta nacional. Su aspecto era lamentable: paralizado de medio cuerpo, tenían que sujetarle para caminar y apenas podía hablar. Parece que fue en ese momento cuando designó heredero a su primogénito, Noureddin Bongo Valentin, de 27 años entonces.
Transcurrieron los siete años de mandato, pero los gaboneses vivían cada día peor, agobiados por problemas persistentes: continua degradación del nivel de vida, aumento de la delincuencia y de la inseguridad ciudadana y corrupción, ante la inacción del Gobierno de un Estado sin rumbo, con presidente visiblemente incapaz e incapacitado, pero dispuesto a sucederse a sí mismo y perpetuar la dinastía. Siguiendo la rutina de las «democraturas» instaladas en África, se convocaron las preceptivas «elecciones generales», rito destinado a la galería internacional y, para muchos, inútil al no garantizar ni la libertad ni la alternancia. Ping se negó a participar de nuevo en la mascarada. Se inscribieron inicialmente 19 candidaturas; mediada la campaña, gran parte de la oposición terminó uniéndose en una plataforma común, Alternance 2023, y a una figura consensuada, el independiente Albert Ondo Ossa. Aunque fue ministro de Educación, este profesor de Economía en la Universidad de Libreville se había vuelto un crítico implacable del sistema. Los comicios tuvieron lugar el 26 de agosto pasado en la mayor opacidad: sin observación internacional independiente ni periodistas extranjeros, restringido el acceso a las redes sociales y cerradas las fronteras. Siguiendo el guion, el recuento oficial dio la victoria al PDG, que habría obtenido el 64,27 % de los sufragios, frente al 30,77 % atribuido a la coalición opositora. Apenas difundido el resultado, Ondo Ossa denunció el fraude y reclamó la presidencia. Creció la tensión política y se iniciaron los disturbios; la gente no estaba dispuesta a soportar otros siete años con los Bongo, únicos actores de la vida del país durante 55 años. Prácticamente ningún gabonés conocía otra cosa.
En la madrugada del 30 de agosto, el Ejército tomó las calles de Libreville y demás ciudades, al tiempo que anunciaba el arresto del presidente, la anulación de los resultados electorales, la disolución de las instituciones del régimen, el cierre de las fronteras y la formación de un «Comité para la Transición y la Restauración de las Instituciones». «Nuestro hermoso país, Gabón, siempre ha sido un remanso de paz. Hoy atraviesa una grave crisis institucional, política, económica y social», leía un oficial en el canal de televisión Gabón24, flanqueado por otros once. Poco después, se vio desfilar a numerosos militares jubilosos portando en hombros a un general entre gritos de «¡presidente!». Se trataba de Brice Clotaire Oligui Nguema, comandante de la Guardia Republicana desde abril de 2020 y antiguo jefe de la guardia presidencial de Bongo-padre. Ese mismo día, el nuevo mandatario declaraba a Le Monde que las Fuerzas Armadas habían «retirado» a Bongo «debido al descontento que había ido creciendo en el país desde el derrame cerebral» que sufrió en 2018, «su decisión de postularse para un tercer mandato y su desprecio de la Constitución y de la voluntad de los electores». Oligui juró como «presidente de Transición» el 4 de septiembre. Tres días después, nombró primer ministro al economista Raymond Ndong Sima, primer ministro en 2012 y 2013, convertido en ferviente opositor a las políticas del depuesto Ali-Ben Bongo.
¿Puede extrañar entonces la reacción del Ejército? ¿Por qué inquieta en Occidente el cambio producido en Libreville? Tras la asonada, hasta Josep Borrell, responsable de la política exterior europea, admitiría que «hubo elecciones irregulares» en Gabón. El júbilo de la inmensa mayoría de la población, generalizado en todas las etnias y clanes -salvo los familiares del dictador-, contrasta con el recelo en Europa y Norteamérica. El portavoz del Gobierno francés, Olivier Veran, «condenó» el golpe de Estado y pidió que se respetasen los resultados electorales en Gabón, signo en todo caso positivo que, junto a la inacción de los paracaidistas estacionados en «Champ De Gaulle», da indicios de la autonomía de los autores del cambio, que, libres de previas ataduras neocolonialistas, obraron desde el patriotismo, siguiendo su deber. Ello les otorga credibilidad. La «preocupación» expresada por el alto representante de la Política Exterior Europea y por la ministra española de Defensa, Margarita Robles, muestra con claridad de qué lado se decanta Occidente: «Si esto se confirma, es otro golpe militar que incrementa la inestabilidad en toda la región», dijo Borrell al entrar en la reunión de ministros de Defensa de la UE que se celebraba entonces en Toledo. Visto desde África -particularmente desde África central, la región más plagada de dictadores longevos-, tales posicionamientos arrojan mayor claridad sobre cuanto viene sucediendo en las relaciones afroeuropeas. Europa prefiere la continuidad de regímenes liberticidas, cumpliendo su parte en la perversa entente establecida: mantenerles en el poder a toda costa, diques contra sus pueblos y «capataces» de los predios de extracción de materias primas, en contra de los deseos de las poblaciones que padecen inenarrables miserias y vejaciones bajo tales sistemas opresivos y oprobiosos.
En contraste, las genuinas celebraciones de los gaboneses se contagiaron en toda el área: generalizada sensación de alivio para quienes lo habían conseguido, estímulo para aquellos que comprobaron que no es imposible el cambio. Por su parte, las dictaduras del entorno repudiaron al nuevo poder constituido en Libreville y amagaron represalias y sanciones: infundios calumniosos contra el general Oligui, amenazas de expulsión de Gabón de las instituciones políticas y económicas subregionales, fantasiosas acciones militares para rescatar a su homólogo arrestado. Pero la firmeza y coherencia de las acciones emprendidas por el Gobierno de Transición indican las intenciones y el rumbo: a los pocos días del golpe militar, una primera inspección sacó a la luz habitaciones de casas particulares repletas de billetes, en moneda local y divisas, evidencia del inaceptable nivel de corrupción instalada por el antiguo régimen en un país empobrecido. Habituados a tanto «salvapatria» que se apoltrona en la silla, no faltan los escépticos dentro y fuera de África. También en Gabón. Mientras tanto, sólo cabe esperar a que el tiempo, juez implacable, demuestre si Oligui Nguema es un militar de manual o, por el contrario, se trata del hombre providencial que pregonaron los compañeros que le llevaban en silla gestatoria hacia el poder. De momento, basta saber que fue abortado el intento de fundar una «dinastía» en la República Gabonesa; que su último representante continúa en arresto domiciliario por razones humanitarias, y que su esposa, Sylvia Valentin, y el «delfín», Noureddin Bongo Valentin, antes dioses en la Tierra, descendieron hacia las lóbregas mazmorras de Libreville, donde aguardan el juicio del siglo y hacen cola para coger su rancho como cualquier otro presunto delincuente. No por vengativa represalia política, sino por delitos comunes probados, como malversación de caudales públicos.
Artículo redactado por Donato Ndongo-Bidyogo.
Enlace de la imagen de portada: © By Mysid (English version); Bourrichon (French translation) – Traduction de Image: Topographic map of Gabon-en.svg, CC BY-SA 4.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=3821950