En esta semana en que hemos vivido el contraste abismal de cómo el mundo vive y cuenta un naufragio, hemos celebrado el Día del Refugiado, una figura ante la que nuestra Unión Europea no está dando la talla
La semana pasada les hablaba de las migraciones y hoy me repito, desgraciadamente, porque la actualidad manda y están ocurriendo muchos acontecimientos que, en mi opinión, reclaman que nos paremos a reflexionar sobre lo que sucede no solo a nivel europeo, sino en todo el mundo.
La tragedia que han sufrido los cinco tripulantes del Ocean Gate, el pequeño submarino de una compañía privada que organizaba viajes de lujo a las profundidades para ver los restos del Titanic, es lamentable y triste. Sin duda. Cinco personas fallecieron de manera terrible, a miles de metros de profundidad en un habitáculo minúsculo. Lo siento mucho por ellas, no se lo deseo a nadie y entiendo que se pusieran todos los medios disponibles para su intento de rescate, en un despliegue internacional y, obviamente, de elevado valor económico.
Lo que me está costando mucho entender es el abismo que en nuestro país ha existido entre la atención mediática recibida por el Ocean Gate y la que está recibiendo el Ariadna, el buque chatarra que mandó a las profundidades del Mediterráneo a más de 650 personas, entre ellos más de un centenar de niños y niñas, después de algún tipo de incidente con la marina griega. Cada reportaje, cada investigación periodística que logra conocer más lo que pasó, me genera más y más indignación.
Las últimas revelaciones periodísticas mencionan la presencia de cuatro guardacostas griegos a pocos metros de la embarcación y el alejamiento de estos al producirse el naufragio. No me cabe en la cabeza, en el supuesto de que haya sido así, que una embarcación de salvamento de un país europeo no solo omita directamente el deber de socorro (una obligación legal) que existe en la mar, sino que además pueda haber jugado un papel decisivo en el hundimiento.
Lo explicaba muy bien este jueves en un artículo en El País el responsable de operaciones de Médicos Sin Fronteras en el Mediterráneo Central, Juan Matías Gil, que recordaba lo siguiente: “Atender a las personas en peligro en la mar es imperativo humanitario. No hay lugar al debate. Pero también es obligación legal, y así lo indican las convenciones internacionales”.
La actuación de Grecia no es una sorpresa ante la evidencia de que sigue una línea marcada y lamentablemente seguida por otros. Países comunitarios como Malta, por ejemplo, siguen una estricta política de no participación y desatiende cualquier demanda de ayuda. Italia, por su parte, se responsabiliza de su propia Región de Búsqueda y Rescate, y en aguas internacionales avisa a los guardacostas libios para que vayan a buscar las embarcaciones detectadas y sean devueltas a suelo libio, a sabiendas y perfectamente conscientes de lo que encontrarán en ese territorio sin ley. Hay incluso jurisprudencia europea al respecto de estas devoluciones en casos precedentes.
Pocos días después, y en otra época de repunte de la inmigración que llega a las Islas, teníamos un episodio similar, en un punto que le corresponde a España tener controlado, en virtud a la zona de Responsabilidad SAR de Búsqueda y Salvamento Marítimo. La zona ‘SAR Canarias’ (así calificada por la Organización Marítima Internacional de la ONU) es algo de lo que he hablado muchas veces, que incluí en mi monografía sobre ‘Inmigración irregular por vía marítima: Canarias, una experiencia’ (2016) y de lo que he hecho mención en multitud de artículos. La lámina de agua rebasa el millón de kilómetros cuadrados de superficie, y a España le corresponde la responsabilidad del auxilio y el rescate en toda esa extensión. Lo que nos faltan son medios para poder cumplir bien con ese compromiso.
Este concepto por el que Europa está apostando con fuerza, la llamada ‘Externalización de las fronteras’, conlleva sobre todo este riesgo: que subcontratar el salvamento de vidas en la mar y la gestión de las personas que intentan la travesía implica hacerlo a través de países con un estándar muy distinto del que nosotros hemos presumido siempre, tanto en los procedimientos de rescate como en la misma concepción de los derechos humanos a la hora de tratar a migrantes y refugiados.
Les voy a poner un ejemplo. Esta mañana de hoy viernes en la que termino de escribir este artículo, he salido a caminar bien temprano, como hago a diario. En el puerto de Los Cristianos, isla de Tenerife, he sido testigo de la llegada al muelle de un nuevo cayuco, con no más de 40 jóvenes subsaharianos, algunos de ellos menores. La llegada de un cayuco siempre es impactante, y es una imagen que creo que cualquier ciudadano de Canarias debería ver al menos una vez. Y no solo para empatizar con la fatiga, el cierto miedo y el alivio que sus ocupantes experimentan al tocar tierra tras muchos días en situación incómoda, a la intemperie, sin espacio y con la sensación constante de peligro, sino también para admirar la profesionalidad y entrega de todo el operativo que se forma a su llegada para atenderles. El trabajo de Cruz Roja, la Guardia Civil, la Policía Nacional y los tripulantes de las embarcaciones de la Sociedad Estatal de Salvamento Marítimo, en este sentido, es encomiable. Profesionales, atentos y, sobre todo, humanos, en sus acreditados comportamientos. No perdamos nunca esto.
Porque no me cansaré de decir que estamos ante un fenómeno global, que veremos como algo habitual en los próximos años y que, como tal, deberíamos dejar de preocuparnos y de presumir de ligeras disminuciones en el porcentaje de llegadas. Siempre insisto en que, con independencia de las cifras de pateras y cayucos, lo que llegan son seres humanos, que no son ni mercancía peligrosa ni chatarra, ni material radiactivo. Seres humanos que no han tenido la suerte que hemos tenido nosotros de haber dispuesto del nivel de vida del que existe aquí. Esto va para largo, y no habrá medida disuasoria que impida que siga ocurriendo. La receta es solo una: el desarrollo en origen.
Como cada 20 de junio, Día Mundial del Refugiado, el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR) ha publicado el informe de Tendencias Globales de Desplazamiento Forzado, en donde detalla que, a finales del 2022, el número de personas desplazadas por guerras, persecución, violencia y violaciones de los derechos humanos aumentó en casi 20 millones de personas (un aumento del 23 % con respecto al mismo periodo de 2021), llegando a los 108,4 millones. Del mismo modo, la Comisión Española de Ayuda al Refugiado ha acercado los últimos datos de las personas que quedan fuera del sistema.
Lo fundamental de estas cifras es que nos enfrentamos al mayor número registrado en nuestra historia y que, detrás de ellas, se encuentran personas, circunstancias y también complejidades geopolíticas, marcadas por el cambio climático, las malas cosechas, la mala gobernanza y crisis perennes como la del Congo y otras nuevas, como la de Sudán. Circunstancias y complejidades en las que tenemos nuestra parte de responsabilidad, por la contaminación y otras muchas cuestiones que influyen negativamente.
Nos quejamos de que llegan personas y parece que no comprendemos jamás de qué huyen, por qué vienen. Sin embargo, hay que recordar siempre que a nosotros nos llega una mínima parte de las personas que migran por el mundo, una ridiculez que no tiene nada que ver con el flujo de seres humanos que llegan a países con muchos menos recursos y que no protestan tanto como nosotros. De hecho, ACNUR informa de que la gran mayoría de los refugiados del mundo, alrededor del 76 %, son acogidos por países de ingresos bajos y medianos, y que alrededor del 70 % de los afectados por los desplazamientos forzosos viven en países vecinos al de su lugar de origen.
Europa se enfrenta hoy a la mayor crisis de refugiados desde la que provocara la Segunda Guerra Mundial. Lo que hoy llamamos crisis de refugiados, en realidad, camufla otra crisis más profunda que deja en evidencia el resquebrajamiento del propio proyecto político de la Unión Europea como espacio de libertad, seguridad y justicia.
Es una cuestión que nos pone frente al espejo: nos devuelve el reflejo de nuestra propia crisis de proyecto, de futuro. En ella y en cómo nuestros gobiernos decidan enfrentarla nos jugamos no solamente una solución humanitaria a la situación de emergencia que viven millones de personas. Lo que está en juego también es qué tipo de sociedad queremos construir y qué Europa permanece después de este naufragio.
Artículo redactado por José Segura Clavell, director general de Casa África, y publicado el 23 de junio de 2023 en Kiosco Insular y eldiario.es y el 24 de junio de 2023 en Canarias7.