Desgraciadamente, los discursos sobre África de nuestros días siguen creándose en Occidente y siguen fundamentándose en los prejuicios y estereotipos occidentales de los últimos siglos. Medios, organismos internacionales y oenegés describen un continente desvalido, necesitado, ingobernable y en el que la tribu es la medida, la explicación y el final de todo lo que sucede, negando la dimensión política de sus crisis y la originalidad y relevancia de sus civilizaciones.
Introducción
Joseba es vasco y vive en Bilbao (España); Wynda, escocesa, en Glasgow (Gran Bretaña); Ayodele, yoruba, en Lagos (Nigeria), y Dramé, bambara, en Bamako (Mali). Los cuatro pertenecen a grupos etnolingüísticos definidos, surgidos en países plurilingües y multiculturales. Por tanto, y en este sentido, no tendría que existir diferencia alguna entre ellos. Sin embargo, es aceptable designar las comunidades de los dos primeros como “pueblos” y las de los dos últimos como “tribus”.
Esta categorización nos lleva a plantearnos por qué se usan los términos “etnia”, “tribu” o “comunidad” al hablar de los pueblos africanos, amerindios o asiáticos y jamás se utilizan en el caso de los europeos. ¿Por qué no son la bretona o la flamenca tribus y sí lo son la kikuyu, quechua, maorí o rohynga?
El uso de los términos “etnia”, “tribu” o “comunidad” al referirnos específicamente al continente africano parte de la negación de la existencia de entidades políticas previas a la colonización. Según la RAE, la tribu es un “grupo social primitivo de un mismo origen, real o supuesto, cuyos miembros suelen tener en común usos y costumbres”. Los sami (Escandinavia) son, por tanto, una tribu. Exactamente igual que los xhosa (Sudáfrica). Sin embargo, se considera a los primeros un pueblo autóctono europeo y a los segundos, miembros de una tribu.
La palabra clave en la definición de tribu, que permite esta diferenciación entre Europa y África, es “primitivo”: la negación de la existencia de civilizaciones africanas explica la utilización de este término (o del término “etnia”), para describir las organizaciones sociopolíticas de África. Así se distinguen de sus homólogas europeas, que adquieren un carácter superior, más avanzado, de verdadera civilización. No se trata de una cuestión limitada a los africanos: atañe a todos aquellos que no son blancos y establece una escala de valor que depende de la melanina. Sin embargo, en este texto nos limitaremos a centrarnos en África subsahariana.
Primeras imágenes de África en la cultura europea
El mapa de Ptolomeo del siglo II a.C. ya ubicaba la próspera ciudad de Segú, en Mali, en términos de igualdad con otras urbes contemporáneas suyas como Damasco, Atenas o Alejandría. Las representaciones medievales europeas del continente africano incluían entidades políticas como el imperio de Mali y soberanos como Kanku Musa, el hombre más rico que jamás haya existido, al que se inmortaliza en un famoso mapa catalán con su piel negra y adornado con cetro y corona, dos atributos de los monarcas europeos. Esto confirma que la Europa medieval consideraba las culturas africanas como iguales en términos de jerarquía.
Los primeros exploradores portugueses que conocieron África en la edad moderna reconocían a los reyes locales, como los manicongos del reino del Kongo, a título de monarcas con los que sus propios reyes mantenían correspondencia y relaciones diplomáticas entre iguales.
El punto de inflexión
La primera fractura entre los exploradores europeos y los africanos llega con la religión: el cristianismo iguala a las monarquías de ambos continentes, pero el animismo reduce a los africanos al estatus de “salvajes”. No es un caso especial. Lo mismo sucede con los musulmanes, los paganos europeos o los judíos, a los que se considera inferiores por no compartir fe con los cristianos.
La trata negrera convirtió al africano en mercancía y le hizo perder su humanidad a los ojos de los esclavistas. La esclavitud se legitima con textos bíblicos (el mito de Cam, hijo de Noé) y fundamentos teológicos en un primer momento. Posteriormente, esta actitud cristaliza con debates filosóficos que mantienen y justifican “científicamente” el desprecio hacia el africano introducido por la teología. Un ejemplo de esta tendencia se encarna en Montesquieu (artista, escritor, filósofo, 1689-1755) que sostenía, entre otras cosas, que “uno no puede comprender que Dios, que es un ser sabio, haya puesto un alma, especialmente un alma buena, en un cuerpo completamente negro”.
El Siglo de las Luces y la categorización “científica” de las razas
La concepción de la civilización africana como inferior o inexistente adquiere un carácter científico en el Siglo de las Luces. Sucede con el intento de categorización de la naturaleza, desde plantas y animales hasta razas humanas. Se establece una escala de la civilización, en la que el negro ocupa el último escalón mientras que el blanco se eleva en el primero.
En este momento se da un carácter “científico” a los debates teológicos y filosóficos anteriores. Aparecen términos como tribu o etnia. La etnología y la antropología se reservan a las razas “inferiores”, mientras que la sociología se concentra en las sociedades más “evolucionadas” o “avanzadas”. Con la Ilustración europea y la conversión de las entidades políticas africanas en tribus y etnias, la colonización deviene una misión civilizadora. El propósito confeso del colonizador es elevar a esas comunidades primitivas a un nivel superior. El propósito subyacente, disponer de sus recursos, tierras, trabajo forzado y riquezas sin control ni remordimientos.
El celebérrimo Víctor Hugo (poeta, dramaturgo, escritor, novelista y diseñador romántico francés, 1802-1885) clamaba, el 18 de mayo de 1879, en un banquete que conmemoraba la abolición de la esclavitud:
«¡Qué tierra es África! Asia tiene su historia, América tiene su historia, la propia Australia tiene su historia, África no tiene historia. […] Esta África feroz tiene solo dos aspectos: poblada, es solo barbaridad; abandonada es solo salvajismo. […] ¡Vayan, pueblos! Tomen el control de esta tierra. ¿A quién? A nadie. Lleven a Dios a esta tierra. Dios da la tierra a los hombres, Dios ofrece África a Europa. Tomen el control de esta tierra […] Reconstruir una nueva África, hacer que la vieja África sea manejable para la civilización, ese es el problema. Europa lo resolverá. […] Viertan su desborde en esta África y, al mismo tiempo, resuelvan sus cuestiones sociales, conviertan a sus proletarios en propietarios. ¡Vayan, háganlo! Construyan carreteras, construyan puertos, construyan ciudades; crezcan, cultiven, colonicen”.
Así, la colonización pierde su carácter brutal, de agresión contra entidades políticas y se convierte en un proyecto de auxilio, en una misión filantrópica en manos de salvadores.
La confirmación del cliché: de los zoos humanos a Hollywood
Los europeos que no llegaron a pisar el continente africano se encontraron con los africanos en los zoos humanos que proliferaron entre principios del siglo XIX y los alrededores de 1958 en tierra europea y norteamericana (exposición de zulús a Londres en 1853; la infortunada Sara Baartman, también conocida como “la venus hotentote”). Este encuentro reforzó la percepción de salvajismo de los africanos en el imaginario colectivo europeo.
El cliché se refuerza, a lo largo de los años, con el arte, la literatura (desde las minas del rey Salomón a Karen Blixen o Tintín en el Congo) y, más recientemente, los medios de comunicación y el cine. Así se crea una imagen dual del africano, un bruto salvaje, exótico y peligroso que fascina y da miedo al mismo tiempo. En el caso de la africana, se desnuda, sexualiza y cosifica su cuerpo.
La historia se reproduce desde entonces y hasta nuestros días: la tribu de la Ilustración es la misma que Hollywood retrata desde la primera película de Tarzán, en 1918, donde el negro ejercía de accesorio o amenaza, y no varía hasta Black Panther, un siglo después, con una Wakanda tecnológicamente avanzada en la que el sistema de acceso al poder se limita a una pelea.
Esa tribu también es la de los titulares de los medios occidentales del siglo XXI, que introducen el término comunidad como eufemismo. Los conflictos identitarios, con base política y socioeconómica, reciben aquí el nombre de étnicos cuando no son europeos. Jamás se designará así a la crisis catalana o el conflicto de Ucrania, pero sí al de Ruanda.
Conclusión: nada nuevo bajo el sol de las tribus
Hoy en día, una parte de la población del norte considera que el continente africano es violento, pobre y atrasado y que tiene que ser puesto bajo tutela de la ONU o la “comunidad internacional” para lograr la paz, el desarrollo y la explotación racional de sus recursos. Algo que despierta ecos de los discursos de la colonización en el siglo XIX, como el de Víctor Hugo citado previamente.
Desgraciadamente, los discursos sobre África de nuestros días siguen creándose en Occidente y siguen fundamentándose en los prejuicios y estereotipos occidentales de los últimos siglos. Medios, organismos internacionales y oenegés describen un continente desvalido, necesitado, ingobernable y en el que la tribu es la medida, la explicación y el final de todo lo que sucede, negando la dimensión política de sus crisis y la originalidad y relevancia de sus civilizaciones.