Por Nanjala Nyabola. Si los informes no mejoran, la acción y la creatividad de algunas franjas de la humanidad se perderán en la historia.
Mientras el COVID-19 se abre paso por África se dan dos historias simultáneas. La primera es sobre gobiernos que utilizan el ejército y la policía militar para abrirse paso a base de golpes, amenazas y disparos hacia la salud pública. Es la historia de la policía de Kenia matando a más personas que la propia enfermedad durante la primera semana tras el primer caso registrado, y de una mujer embarazada muriendo en la calle porque la policía de Uganda no le permitió acudir al hospital en su moto-taxi tras del toque de queda. Es la historia de gobiernos que cierran sus fronteras demasiado tarde, destinando su dinero a seguridad en lugar de a hospitales, y esperando a que alguien, de algún otro sitio, los salve.
La segunda es sobre comunidades que unen sus escasos recursos para rellenar el hueco dejado por servicios fallidos y estados ausentes. Es una historia de costureros de asentamientos informales en Nairobi y Mombasa cosiendo mascarillas a base de retales y entregándolas gratis después de la subida de precios de los proveedores comerciales. Es un joven que alquila altavoces, los ata a su moto y recorre el vecindario para informar a la gente sobre una nueva enfermedad. Son traductores que ofrecen sus servicios sin coste para organizar campañas de sensibilización pública en somalí, maa, zulú, lingala, fan oromo o cualquiera de los miles de otros idiomas que se hablan en el continente. Son los mercados y pequeñas empresas ofreciendo bidones de agua para el lavado de manos obligatorio mucho antes de que los gobiernos lo exigieran.
Ambas historias son ciertas, pero solo la primera va en camino del registro en los archivos de cómo manejó África la pandemia. El periodismo, en general, coincide en recoger fracasos: incluso los medios mejor intencionados, basados en la exigencia de responsabilidades, pueden producir un sesgo en favor de los fracasos en lugar de los éxitos. Cuando se enfrenta una nueva situación, el análisis tiende a prestar más atención a lo que probablemente salga mal, en lugar de a lo que podría salir bien. Phil Graham, ex editor y presidente de The Washington Post dijo una vez: «El periodismo es el primer borrador de la historia». Cualquier cosa que los periodistas escojan publicar y difundir durante este tiempo pasará a estar entre las principales fuentes de información que analizarán futuros estudiantes para tratar de entender qué estábamos haciendo mientras el mundo se venía abajo. Pero hasta ahora, cuando se trata de África, el primer borrador es una historia incompleta e inexacta de un continente siempre a la espera de salvación. Si es solo la primera historia la que queda en el archivo, se perderá la creatividad y acción de algunas franjas de la población, y eso tendrá consecuencias más allá de la pandemia.
Un archivo no lo recoge todo, generalmente solo lo que atrae más la atención o se considera más importante. Un archivo, al igual que los museos y otras instituciones que afirman custodiar la historia, refleja los intereses y predilecciones de quienes están en el poder. Los museos fuera de África están repletos de máscaras y vasijas africanas, no necesariamente porque los africanos mismos las consideraran interesantes, sino porque los ejércitos colonizadores y los gobiernos consideraron que lo eran. Un archivo colonial probablemente contendría exhaustivos informes sobre un comisario de distrito blanco, hasta el color de sus calcetines, pero no de la mujer negra que trabajaba en su casa. No es porque ella no sea interesante o no sea posible su documentación; es porque los que están en el poder son los que establecen el ámbito y el carácter de lo que entra en el archivo y, consecuentemente, de qué historias contará la historia.
Esto hace que la labor que desempeñan los periodistas al contar la historia del COVID-19 sea aún más importante. En África, los que hacemos periodismo sobre el continente, y especialmente desde el continente, sabemos lo difícil que es lograr una representación precisa del estado de la sociedad en plataformas que tienen tropos incorporados en su baraja, listos para publicar. Se habla mucho por África y de África, pero rara vez se permite hablar a África, y esto hace que solo un puñado de historias consigan sobrevivir. Obtenemos cuentos comerciales de personajes singulares que triunfan contra toda adversidad, el salvador blanco que hace frente a la malaria para ofrecer novedosas intervenciones o un sacudido estado que se tambalea al borde del colapso. La relativa debilidad de los medios de comunicación africanos implica que la complejidad y los matices de lo que sucede fuera del poder rara vez se describen, y mucho menos se analizan. Lo digital ha contribuido en cierta medida a hacer un hueco para otras narrativas. Al Jazeera English se ha forjado un nicho global para profundizar en información proveniente de otros lugares, externos a los centros de poder, y Africa Is a Country publica opiniones críticas sobre temas clave. Pero los archivos digitales son notablemente transitorios, e incluso los sitios web más visibles pueden desaparecer con solo pulsar un botón.
El archivo histórico del impacto de la gripe de 1918 en África es un excelente ejemplo de cómo las personas entienden la acción y la creatividad de comunidades con poder político limitado. No se trata solo de contar una historia veraz. Se trata de cómo afectan los silencios a lo que la gente crea posible. Cuando el registro oficial de la historia de una sociedad les dice que sus antepasados no hicieron nada ante una muerte casi segura, tienden a creerlo y a actuar como si fuera un hecho.
En 1918, una cepa de gripe, conocida después como la Gripe Española, devastó el mundo. Los infectados perdieron gran parte de su función pulmonar, puesto que el virus daba paso a una neumonía bacteriana. El líquido y los detritos se acumulaban en sus pulmones, y en cuestión de días, su piel se volvía azul y fallecían. Según algunas estimaciones, el brote infectó a 500 millones de personas, aproximadamente un tercio de la población mundial de ese momento, y acabó con la vida de entre 20 y 50 millones de personas, lo que la convirtió en la segunda pandemia con mayor mortalidad registrada en la historia, por detrás de la Peste Negra del siglo XIV. Rigurosas estimaciones sugieren que murió alrededor del 3 por ciento de la población mundial, y los efectos secundarios incluyeron significativos cambios políticos en todo el mundo. De la mano del final de la Primera Guerra Mundial, el brote de gripe de 1918 convirtió a la segunda década del siglo XX en una de las más mortales de la historia.
El protectorado de África Oriental, la colonia británica que se convertiría en la nación independiente de Kenia, no estuvo exento. Después de luchar en las filas de varias fuerzas europeas durante la Primera Guerra Mundial, los soldados africanos volvieron a casa, llevando consigo la enfermedad a la región. Muchos viajaron al interior del continente a través del Lunatic Express, la línea de ferrocarril que unía el mar con Uganda, una de las colonias británicas más rentables de la época. Un artículo de 2019 estimó que en la costa de Kenia, la región más urbanizada y asentada del país emergente, la gripe española mató a 25,3 de cada 1.000 personas – un promedio inferior al internacional, pero de los más mortales registrados en el territorio.
Es difícil encontrar información veraz sobre la gripe de 1918 en la mayoría de países, pero en colonias como Kenia, el archivo histórico es especialmente complejo. Gran parte de lo que existe es la perspectiva de los oficiales coloniales, fundadores de un estado político racista. Así, los archivos hablan de cómo los negros oponían resistencia a muchas de las medidas de la cuarentena, dejándolos de irracionales, cuando, en realidad, la restricción de movimiento era una de las formas que tenían los británicos de crear grupos de trabajo forzoso.
En 1897, la reina Victoria declaró el territorio protectorado del Imperio Británico, pero hasta 1920, muchos grupos étnicos lucharon contra la violencia de la colonización con campañas militares muy organizadas. Entre 1893 y 1911, la administración colonial se vio obligada a lanzar 28 grandes operaciones militares en el territorio, a menudo destinadas a eliminar comunidades que se negaban a colaborar con los colonizadores. El relato oficial sobre la colonización de Kenia tiende a pasar por alto la intensidad y el alcance de la resistencia africana al proyecto colonial, pero la realidad es que gran parte de la población africana ni aceptó ni toleró el imperialismo británico.
Sin embargo, para el año 1915 ya se había reducido la frecuencia de estas operaciones, y el gobierno colonial había empezado a establecer una estructura legislativa racista para la supremacía. El acantonamiento étnico fue la piedra angular de la opresión colonial en Kenia, y los duros castigos impuestos por abandonar las áreas étnicas designadas fueron un elemento crucial para convertir a hombres y mujeres negros libres en trabajos forzosos. La Regulación de de Pases Nativos de 1900 y la Ordenanza de Pases Nativos de 1903 exigían que los africanos tuvieran un pase para abandonar el distrito donde vivían. La ordenanza de Amos y Sirvientes de 1906 imponía sanciones penales para los africanos negros que abandonaran sus puestos de trabajo sin autorización en zonas urbanas.
Entre 1898 y 1930 se aprobaron seis ordenanzas contra el vagabundeo, cada una de ellas diseñada para castigar a los negros por su libre circulación, y ninguna aplicada a poblaciones blancas o asiáticas. En 1915, la Ordenanza de Registro Nativo puso en marcha el sistema kipande, que implicaba un castigo cruel e inhumano para los hombres negros mayores de 16 años que no llevaran consigo un engorroso documento con sus datos biométricos.
¿Por qué disminuyó repentinamente la frecuencia e intensidad de la resistencia política? Los africanos estaban lidiando con una violencia sin precedentes por parte de la administración colonial. Pero también estaban lidiando con brotes de enfermedades que nunca antes se habían visto en la región. Los colonizadores europeos trajeron consigo la peste bovina, que destruyó gran parte de la población pecuaria indígena, y la tungiasis, una plaga producida por una especie de pequeña pulga que se introduce en los pies, paralizando al infectado y a veces desembocando en una gangrena. Bruce Berman y John Lonsdale, dos historiadores especializados en la era colonial de Kenia, estiman que la comunidad Maasai, uno de los grupos más combativos de la resistencia contra los británicos de África oriental, pudo haber perdido hasta el 40 por ciento de su población. Los brotes y pandemias de esa primera década del siglo XX diezmaron a las poblaciones e hicieron imposible organizar una resistencia militar coordinada.
Este es el contexto en el que se desplegaron las cuarentenas e intervenciones de salud pública para frenar la gripe de 1918, pero no lo que refleja el archivo histórico. El archivo, en cambio, habla de africanos ignorantes que desprecian las iniciativas de los nobles europeos. La resistencia a la cuarentena y al acantonamiento forzado queda retratada como un rechazo a las iniciativas de salud pública, y no como parte de una resistencia más amplia a las restricciones de libertad de movimiento impuestas a la población africana. Ciertamente no refleja un proceso en el que las poblaciones urbanas, asustadas y confundidas, persiguieron el bienestar de sus numerosas familias en los cantones étnicos en lugar de enfrentarse a la absoluta violencia del estado colonial racista en los centros urbanos. La historia oficial de cómo se comportaron los africanos durante la pandemia carece de empatía y de sutileza porque quienes estuvieron en el poder no veían a los africanos con empatía ni sutileza.
El archivo de la experiencia de África con la gripe de 1918 está incompleto porque está escrito desde la perspectiva de los colonizadores, que se presentan como una fuerza benévola en un territorio salvado por ellos del caos. La colonización fue un negocio racista y violento, disfrazado con palabras de misión civilizadora, y los archivos coloniales que recogen las medidas de salud pública, especialmente las que afectaron a la libre circulación, se han de leer contra esa realidad.
Las consecuencias de estos archivos incompletos resuenan todavía allí donde los gobiernos estén tomando ejemplo de las prácticas coloniales de salud pública. La violencia en países como India, Kenia, Sudáfrica, Uganda y otras colonias se hace eco de la violencia del estado colonial, en parte porque los gobiernos sucesores ven lógicas y necesarias las violentas intervenciones coloniales. El archivo presenta la violencia policial como parte natural y necesaria en la respuesta ante una crisis de salud pública, y los gobiernos sucesores no lo cuestionan.
El archivo no contempla la violencia del sistema de kipande, que humilló y agredió a la población negra de Kenia, como un factor por el que los africanos pudieran haber opuesto resistencia ante las medidas de cuarentena. Así, el estado actual puede no ser consciente de que el empleo de la policía para hacer cumplir la cuarentena, en asentamientos informales con una larga historia de brutalidad policial, pueda causar oposición. El archivo describe el problema no como un estado violento que reprime a una sociedad a la que había estado brutalizando, sino como la resistencia irracional de los nativos contra los esfuerzos bien intencionados de un estado colonial justo. El delirio de que es necesaria cierta violencia para lograr los objetivos de salud pública porque el «nativo» es inherentemente resistente a la lógica se hereda de los colonizadores y se mantiene porque el archivo rara vez se consulta de manera crítica.
Los archivos no son neutrales; son lugar de oposición y proyección de poder. Por esta razón es por la que los historiadores del Sur global, como Brenda Sanya, una académica feminista de Kenia, argumentan que cuestionar la historia de una nación tal como está representada en el archivo histórico es absolutamente necesario. Un archivo es un ser vivo en el que tiene la misma importancia lo que está explícito que lo que está en silencio. Y, hoy de manera crítica, los registros guardan silencio sobre lo que hizo la población africana de Kenia para salvarse durante la gripe de 1918. Ciertamente, las intervenciones médicas tradicionales, refinadas durante siglos de práctica en salud comunitaria, debieron sufrir dificultades para responder ante un nuevo virus.
Pero no creo que las comunidades africanas, frente a la muerte y devastación generalizada, no hicieran otra cosa que esperar a que sus opresores sacaran su lado benévolo. La medicina tradicional africana tenía prácticas bien establecidas para tratar brotes de enfermedades conocidas. Por ejemplo, la práctica de variolación, un precursor de la vacunación moderna en la que las personas sanas se exponían a la sangre de personas infectadas para desarrollar resistencia a ella, se registró en varias partes del continente, incluidas las que ahora son Kenia, Sudán del Sur y Nigeria. Los sistemas de salud comunitarios existían y muchos eran fuertes, pero esto no interesaba a las fuerzas de colonización, decididas a promover la superioridad de los sistemas de salud europeos.
Así, el riesgo de mermar la acción de las comunidades africanas persiste. El VIH / SIDA ha acabado con la vida de unas 35 millones de personas en todo el mundo, y África es una de las regiones más afectadas. Al igual que la peste bovina y la tungiasis, la pandemia vino del extranjero y el virus se ha insinuado a las prácticas sociales locales. En Kenia occidental, por ejemplo, la práctica de heredar la esposa, que según los líderes de algunas comunidades proporcionaba una red de protección social para viudas y huérfanos, creó vulnerabilidades específicas por las que las mujeres cuyas parejas morían de VIH / SIDA transmitían la enfermedad a sus nuevas parejas y sus familias o la contraían de sus nuevas parejas. En Kenia, el VIH / SIDA golpeó duramente a las comunidades que practicaban la herencia de mujeres durante la década de 1990. Hasta que las comunidades africanas no comprendieron el riesgo del VIH / SIDA, su comportamiento no varió y el virus continuó destrozando las sociedades. Pero las comunidades aprendieron, la conducta cambió y los kenianos occidentales tienen ahora medidas no medicinales sólidas contra el VIH / SIDA.
Lo mismo puede decirse del brote de Ébola de 2015. Las previsiones de que devastaría los pueblos de la cuenca del río Mano (Liberia, Sierra Leona, Guinea y Guinea Bissau) se equivocaron, no porque se desarrollara una vacuna o porque los sistemas de salud, históricamente ignorados y sin recursos, se transformaran mágicamente de la noche a la mañana. El comportamiento de la comunidad cambió la trayectoria del brote. Desarrollaron un vocabulario para comunicar la amenaza y la respuesta ante la misma, y la financiación y otras formas de apoyo se destinaron a los trabajadores sanitarios de primera línea, que guiaron a la población a través de la amenaza. Frente a nuevas y complejas enfermedades, las comunidades africanas no se sentaron a esperar a que el desastre las destruyera. Se movilizaron lo mejor que pudieron con lo que hubiera disponible.
Esta pandemia requiere de herramientas que los medios de comunicación no están habituados a usar, una de las cuales está en pensar más allá del ciclo informativo: sobre qué aspecto tendrá la historia de este momento dentro de 50 o 100 años.
Lo cual nos lleva de vuelta a la cuestión inicial: ¿qué dirán los archivos que hicieron los africanos durante la pandemia del COVID-19? ¿Contarán la historia de extranjeros que entraron para ayudar a personas que ya se estaban ayudando? ¿O hablarán de una ola de salvadores externos, encuadrando a los africanos como receptores pasivos de ayuda extranjera? ¿Cómo podemos capturar la complejidad y la acción de las comunidades africanas frente a esta pandemia sin caer en discursos evolutivos simplistas o menospreciar la amenaza del coronavirus?
La labor de los periodistas del COVID-19 en África es dar voz a las comunidades a las que, los que están en el poder, preferirían no escuchar. Es un tremendo desafío. Muy pocos países africanos tienen medios de comunicación que puedan pagar un periodismo de investigación y documental independiente y de calidad. Muchos dependen de gobiernos occidentales contribuyentes para mantener su cobertura en salud pública, y esto inclina la balanza a favor de las historias que hacen que esas organizaciones queden en buen lugar. Otros medios actúan como conductores de relaciones públicas para sus gobiernos de origen y, por extensión, para los países aliados. Son escasos los medios extranjeros que están interesados en una asociación real con periodistas africanos, y la erosión de la libertad de prensa en todo el continente está devorando el espacio de trabajo de los pocos periodistas críticos.
Pero los archivos históricos de las pandemias del siglo XX, incluido el VIH / SIDA, subrayan la importancia de que el primer borrador de la historia esté a la altura de las circunstancias. Los informes parciales y defectuosos de pandemias que subestiman la acción de las comunidades afectadas y exageran la contribución de las intervenciones extranjeras pueden tener consecuencias mucho más allá de la fase de emergencia. Las personas que no ven su acción y creatividad valoradas en la historia oficial de cómo sobrevivieron pueden regalar esa acción, dejando la puerta abierta a nuevas etapas de colonización.
Nanjala Nyabola (@Nanjala1) es escritora y analista política con sede en Nairobi, Kenia. Es autora de “Digital Democracy, Analogue Politics: How the Internet Era is Transforming Politics in Kenya “(Zed Books, 2018) y “Travelling While Black: Essays Inspired by A Life of Travel” (Hurst, próximamente).
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en The Nation y publicado en español en el Blog África Vive de Casa África por autorización de la autora.
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