Una de las muchas cosas que a uno le sorprenden al coger un tren en África es la facilidad con la que la gente se duerme. Y también en qué posturas logran hacerlo (con el cuello doblado inverosímilmente, unos apoyados sobre otros o caídos, retorcidos, sobre sí mismos…). Pero la que más extraña, sin duda, es el dónde lo hacen: en cuanto cae la noche es habitual que sin ningún problema ni tapujo, muchos pasajeros extiendan una tela en el suelo, si acaso una bolsa, para no ensuciarse demasiado y, de repente, con un rápido gesto el duro metal se convierte en una cómoda cama en la que pasar las horas durmiendo plácidamente.
En Gabón nos impresionaron muchas otras cosas. La primera, seguramente por los prejuicios (y experiencias viajeras previas), es que el tren saliera a su hora, pues la puntualidad es algo desconcertante en el continente. También que los asientos de segunda clase fueran realmente confortables y limpios y que cada persona disfrutase de un asiento asignado y no tuviese que compartirlo ni combatirlo contra otra gente.
Sin embargo, a medida que nos adentrábamos en la selva, conforme caía la noche y la gente apuraba sus tetra-bricks de vino Barón de Madrid o Don García (los más baratos del mercado), recorrer el pasillo camino al baño se convertía en una pequeña carrera de obstáculos: de debajo de los asientos empezaban a sobresalir piernas o brazos de la gente que cubiertos con una manta preferían dormir estirados en el suelo en vez de retorcidos sobre los asientos. El traqueteo y los zarandeos habituales ponían el resto de la emoción a los desplazamientos… Y con todo eso, los revisores, lejos de poner el grito en el cielo, los esquivaban con tranquilidad mientras controlaban que no hubiera desorden de mayor consideración.
No es extraño que todo el mundo considere el tren como la mejor opción para adentrarse en el país dirección este, hacia Franceville. Porque viendo el estado general de las carreteras y los vehículos que hacen de servicio público en Gabón, no hay duda alguna. Lo que es una lástima es que esa sea la única línea ferroviaria del país, así que conviene aprovecharla. Por tanto, si en el camino se va a visitar el Parque Nacional de Lopé no hay que quejarse de nada y montarse en el tren. La última sorpresa nos la llevaremos al llegar a la hora prevista al destino, algo también inaudito en otros lugares del continente.
Lopé, un gran punto en el mapa, lo es en importancia pero no en tamaño: es una población de no más de un centenar de casas de madera, dos ultramarinos (muy bien surtidos) y dos hoteles. Y un par de restaurantes regentados por camerunesas donde poder cenar brochetas de pollo y ternera a la brasa. Pero la importancia de la población no radica en su primitivo urbanismo, sino en el parque nacional al que da nombre, al que se accede desde allí. Tal vez esta reserva no sea tan llamativa como otras del país pero tiene gran importancia natural al tratarse de una zona de transición entre la sabana y el gran bosque húmedo. Ese gran bosque que impresiona desde el tren: cubre el 75% de todo Gabón, un país que tiene más del 10% de su territorio protegido contra la mano del ser humano gracias a la red de 13 parques naturales creada en 2002. El P.N. de Lopé, situado justo en la línea del ecuador, es seguramente el más accesible (y económico) de todos. Pero no por ello menos interesante: el encuentro de la sabana y el bosque húmedo da lugar a un interesante ecosistema en el que habitan, entre otros, búfalos y el elefante africano de bosque, monos y panteras. También los esquivos gorilas occidentales de las tierras bajas o grupos de mandriles que se cuentan por decenas, pero hay que tener más suerte y perseverancia para alcanzar a verlos. Desde la población, se pueden hacer excursiones de uno a varios días entre colinas ondulantes, llenas de verdor, salpicadas de parches de bosque tan densos que parece noche dentro de ellos, en busca de animales o para intentar reconocer alguna de las más de 350 especies de pájaros, buscar petroglifos de hace más de 2.000 años o, fuera ya del parque, descender por el río Ogooué.
Habiendo viajado en tren hasta aquí, continuar hacia el interior del país por carretera parece algo extravagante, por lo cómodo del ferrocarril. Pero el tren aprovecha la noche para avanzar hacia el este y pensamos que valía la pena intentar disfrutar del paisaje de la selva durante el día, camino de Franceville, nuestro destino casi en la frontera con Congo. Así que hacemos autoestop (el transporte público es prácticamente inexistente, a pesar de estar en la Nacional 3) y subimos en la cabina de un camión que nos lleva por una pista rojiza entre densas paredes de verdor. Kilómetros y kilómetros. Los claros en el camino son la excepción. Impresiona la exhibición de la naturaleza: una densa y casi infinita maraña de enormes árboles, a cada cual más sólido, cubiertos de plantas, lianas y trepadoras imposibilitando ver más allá de cien o doscientos metros. Dicen que la deforestación está empezando a ser un problema por la tala descontrolada e ilegal, pero apenas vemos zonas libres de masa forestal. Es posible que no sean tan obvias, si acaso más remotas para no ser tan visibles, pero sí que vemos algunos camiones cargados con descomunales troncos, listos para exportar…
Tras varias horas de viaje, muchas, llegamos a Franceville, la cuna del patriarca Omar Bongo, el antiguo presidente del país. El mismo que supo ver que un día las enormes reservas de petróleo que tiene el país iban a dejar de ser rentables y apostó por la ecología y el ecoturismo como fuente alternativa de ingresos. Un sabio movimiento e iniciativa que con su hijo Alí por el momento se mantiene.
Así es que llegamos a la tercera localidad en tamaño del país, dispersa entre colinas verdes, calurosa, húmeda, bochornosa, pero tranquila y agradable. Caminando por ella uno se da cuenta de la cantidad de emigrantes que viven en este país. Los ultramarinos pertenecen casi en exclusiva a mauritanos y chadienses. Las ferreterías y farmacias, a libaneses. Muchos puestos del bazar suelen ser de nigerianos o gente originaria de Benín, Togo o Ghana. Es sorprendente e inocente darse cuenta: uno cree que en África cada país es un compartimento aislado, pero no: la amalgama de nacionalidades viviendo en este país es enorme. Y es que hoy y, desde luego, históricamente, África también ha sido un ir y venir de pueblos, gentes, etnias… Sobre todo cuando no existían las fronteras coloniales actuales.
El final de nuestro camino hacia el interior del continente nos lleva hasta Leconi, la última gran ciudad antes de la frontera con Congo. En el camino observamos, apretujados en un taxi compartido, cómo la floresta desaparece progresivamente a medida que ganamos altura mientras ascendemos por la excelente carretera asfaltada que se adentra directa en el altiplano de Batéké. Una planicie más seca, fresca, que se extiende hacia el sur y este hasta entrar en el país vecino. Nuestro objetivo: el Circo de Leconi, una maravilla de la naturaleza. La lluvia, la erosión y el tiempo han horadado en el suelo un profundo cañón circular, venoso, de color rojizo, que contrasta enormemente con el verdor que lo rodea. Casi tanto como Gabón lo hace con el resto de países que lo circundan.
Itziar Martínez-Pantoja es psicóloga. Pablo Strubell es economista y gerente de la Librería De Viaje y socio de la Sociedad Geográfica Española. Es autor del libro Te odio, Marco Polo. Ambos han recorrido durante un año África en transporte público, desde Sudáfrica hasta Marruecos por la costa atlántica, visitando 14 países en el camino. El relato de su viaje se puede encontrar en www.africadecaboarabo.es
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