La plataforma de solidaridad construida internacionalmente para vacunar a los países en desarrollo está lejos de poder cumplir sus previsiones iniciales. Es urgente reforzarla, ahora que África entra oficialmente en su tercera ola.
Por José Segura Clavell. Esta semana ha sido muy intensa en noticias alrededor de la pandemia en el continente africano que, ahora de forma oficial y con llamamiento desesperado por parte de la Organización Mundial de la Salud, sufre una tercera ola de consecuencias imprevisibles.
Es evidente que en esta recaída hay un componente fundamental, el del agotamiento de las sociedades africanas económicamente muy afectadas por cierres de fronteras y restricciones para las que, a diferencia de nosotros, no tienen ningún tipo de colchón social, ni ERTES, ni ayudas directas. Algo complicadísimo de hacer, por otro lado, en Estados con tan alta presencia de la llamada economía informal.
No obstante, no quiero dejar de recordar que África ha demostrado, con su resiliencia en esta pandemia, el ser muy capaz de organizarse y de resistir mejor que otros países con grados de desarrollo más elevados. La experiencia en la gestión previa de otras pandemias, la organización social y el intenso trabajo comunitario en muchísimos países africanos han sido puestos de ejemplo a nivel global. Sin embargo, el continente siempre ha jugado este partido con un déficit muy claro: su nula capacidad industrial para fabricar vacunas, que ha hecho que en estos momentos el 99 % de ellas tengan que ser importadas de fuera de África.
La competencia global al inicio de la pandemia para adquirir las primeras vacunas que se aprobaban convirtió el mundo en un patio de colegio donde el partido de fútbol no solo lo dirigen los abusones, sino que además tienen la única pelota que hay en el campo. Además de verse al final de la cola (ahí siguen, de hecho) los países africanos se encontraron que les pedían precios desorbitados para reservar vacunas, algo inalcanzable dado su escaso presupuesto y excesivo peso de la deuda pública en sus economías, como ya referí en un artículo anterior.
De ahí la importancia de que se creara un mecanismo multilateral, apoyado internacionalmente, sustentado principalmente por las Naciones Unidas, para tratar de asegurar que una parte de las vacunas producidas en el mundo acabase en los países en desarrollo. Se trata de la Iniciativa COVAX. Gran parte de las personas con las que he hablado en estos últimos días desconocían qué es y cómo funciona COVAX. Creo que es fundamental hablar de ello, porque es el mejor camino para no supeditar la llegada de vacunas a África a los intereses geopolíticos, y para establecer un reparto equitativo que tenga en cuenta las urgencias de cada momento.
COVAX es uno de los tres pilares del Acelerador de Acceso a las Herramientas de COVID-19 (ACT), iniciativa lanzada en abril de 2020 por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Comisión Europea en respuesta a esta pandemia. Reúne a gobiernos, organizaciones sanitarias mundiales, fabricantes, científicos, el sector privado, la sociedad civil y la filantropía, con el objetivo de proporcionar un acceso innovador y equitativo a los diagnósticos, tratamientos y vacunas contra la COVID-19.
La idea de este mecanismo es ejemplar, y persigue garantizarles a todas las naciones en desarrollo vacunas suficientes para alcanzar a un 20 % de su población antes del final de 2021. Para África, esto supone 600 millones de dosis antes de acabar el año. Lo preocupante es que, a fecha de hoy, COVAX solo ha podido hacer llegar a África 22 millones de vacunas.
De hecho, al continente le han llegado más vacunas por la via bilateral (30 millones) que por COVAX. Y por vía bilateral entendemos compras directas de países africanos a los proveedores, o donaciones de países productores (como China o Rusia), con el componente geopolítico que todo ello conlleva.
La mitad de esos 30 millones los tiene (y de hecho los ha administrado al 99 %) Marruecos, que lidera la vacunación en África con 15 millones de dosis inyectadas (repartidas entre AstraZeneca, la rusa Sputnik y la china Sinopharm). El reino alauita, con el que lamentablemente llevamos unos días de excesiva tensión, ha hecho muchas cosas bien en su gestión de la pandemia y ya ha vacunado al 16 % de su población, un dato a años luz de los del resto del continente.
Las dificultades que ha ido encontrando la plataforma COVAX son muchas. La primera, la brutal epidemia en India (este jueves, por cierto, se convirtió en el país que más muertos ha registrado en un solo día –6148- y, a la vez, en el país capaz de poner más vacunas en una sola jornada –3,3 millones) forzó la decisión india de paralizar los envíos de AstraZeneca que producía el Instituto Serum para COVAX.
La escasez de vacunas que está sufriendo COVAX está generando, incluso, que en muchos países africanos no tengan ni siquiera segundas dosis para administrar a pacientes vacunados con la primera. Es urgente que el mundo apueste por esta plataforma como la vía más rápida para los países en desarrollo. La OMS ha llegado a pedir a los fabricantes que tomen la decisión de destinar a COVAX el 50 % de todo lo que produzcan.
El apoyo del Gobierno español a esta iniciativa ha sido claro desde su puesta en marcha. Hace tan solo una semana, el presidente Pedro Sánchez anunció la donación de 15 millones de vacunas a COVAX, que se suman a los 7,5 millones que nuestro país se ha comprometido a enviar a países de América Latina. En total, el compromiso español pasa por donar hasta final de año 22,5 millones de dosis, además de aportar 50 millones de euros a COVAX.
Pero España no se para aquí: existe una tecnología española desarrollada por el Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) consistente en una prueba serológica que permite identificar (separar) con un 99 % de fiabilidad cuáles son los anticuerpos producidos por la vacunación y cuáles los de un contagio de la enfermedad. Esta es una tecnología ideal para países en desarrollo y aspira a conseguir una licencia abierta en colaboración con el proyecto C-TAP de la Organización Mundial de la Salud, lo que facilitaría su acceso a quien la necesite.
Como decía al principio, están pasando muchas cosas en pocos días, conscientes de la urgencia que vivimos. El G-7, el grupo de los países más industrializados del mundo, se reúne este fin de semana en Inglaterra. El nuevo presidente estadounidense, Joe Biden, ha impulsado el compromiso de que este grupo done al menos 1000 millones de vacunas a los países en desarrollo. Solo Estados Unidos ha prometido 500 millones, que se donarán tanto por la vía de COVAX como directamente, en el caso de África, a la Unión Africana.
Intuyo que esta donación, que es importantísima, está también detrás de saber que el acuerdo para la liberalización de las patentes, va aún para muy largo, si es que logra hacerse realidad. Por mucho que veamos pasos adelante en las propias reuniones de la Organización Mundial del Comercio, creo que todos intuimos que hay mucho paripé en los anuncios de apoyo a la misma.
Sea como fuere, es fundamental recordar que tenemos prisa. El mundo tiene prisa. Cuanto más tardemos en vacunar a todo el mundo, más nos exponemos a recibir la noticia de que una nueva cepa resiste a las vacunas de las que disponemos.
Quizás estamos pasando una oportunidad de oro para establecer las bases de cómo evitar, una vez superemos este bache de la COVID-19, caer en los mismos errores en, digamos, una COVID-20 o cualquier otra pandemia. Para África, sin duda, estas bases pasan por construir industria, conseguir la capacidad de producir cualquier vacuna. Se trata, pues, de dejar de depender de la ayuda de los más ricos. En términos geopolíticos, dejar de ser el paciente moribundo al que las grandes superpotencias se pelean por curar para después recordarle gracias a quién está sano.
José Segura Clavell es director general de Casa África. Este artículo fue publicado en Kiosco Insular el 12 de junio de 2021.