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‘Io capitano’, una película obligatoria

‘Io capitano’, una película obligatoria
Jaume Portell Cano

Jaume Portell

Periodista

Adiós mi España querida,
Dentro de mi alma
Te llevo metida,
Aunque soy un emigrante
Jamás en la vida,
Yo podré olvidarte.
El emigrante, Juanito Valderrama

Una crisis, una urgencia y una pizca de inconsciencia ante lo desconocido. Estos son los ingredientes necesarios para hacer posible que una persona dé el paso y se convierta en un migrante, una categoría que jamás abandonará del todo. Ya sea por voluntad propia o por la mirada de los demás, nunca dejará de serlo, incluso sus hijos serán migrantes ‘de segunda o tercera generación’. Una definición un tanto imprecisa. Yo mismo soy un migrante de tercera generación: mi abuelo vino de la Bobadilla de Alcaudete, Jaén, en los años 60. Fue uno de tantos de una provincia que sigue estando entre las más pobres de España a pesar de producir buena parte del aceite de oliva del país -en un mercado donde España es líder mundial.

Cataluña está llena de ‘migrantes de tercera generación’ que vienen de Jaén: la mayoría comparten las mismas historias, escuchaban las mismas canciones y se marcharon por los mismos motivos: no tenían trabajo ni tierras y se fueron a ganar el pan a las zonas más industrializadas de España. Muchos llegaban a la Estación de Francia, en Barcelona, con apenas una maleta donde habían guardado sus pocas pertenencias; después, llamaban a sus mujeres, hijos y hermanos para que vinieran. Vivían en pisos compartidos con otra gente como ellos; familias enteras dormían en una misma habitación. Era un mercado de habitaciones realquiladas, trampas, préstamos, chivatazos para conseguir un trabajo -las primeras veces, casi siempre sin contrato- y algún que otro favor para salir de allí y enderezar su vida. Comprarse un piso, trabajar mucho, salir poco e intentar prosperar. Muchos lo consiguieron. La prueba de ello es que casi nadie volvió a Jaén. Sus hijos y nietos serían los ‘migrantes de segunda y tercera generación’, según los expertos en la materia. Por supuesto, todos sabemos que cuando hablamos de un migrante de tercera generación no nos estamos refiriendo a gente como yo. Empezando por un motivo obvio: yo no he migrado a ninguna parte y vivo a unos cincuenta kilómetros del lugar donde nací.

Hablar de ‘migrantes de segunda y tercera generación’ es una manera -más o menos elegante- que utilizamos para evitar decir ‘los negros’, ‘los árabes’ y ‘los latinos’. Cada vez más gente cree que son una amenaza para Europa y critica sus acciones como si fueran algo inédito: “es que esto de ahora no es como cuando migrábamos los españoles. Es otra cosa. Esta gente vive hacinada en pisos de cualquier manera”, dicen escandalizados.

Los migrantes -de Senegal, Ecuador o Marruecos-, cuando llegan, viven en habitaciones realquiladas, tiran de préstamos, chivatazos para conseguir algún trabajo -las primeras veces, siempre sin contrato- y algún que otro favor mientras intentan salir de allí y enderezar su vida. Intolerable.

Una odisea nominada a los Óscar

Sunu xoolee telefon (x2), baneex ci kaw gi
Damay gàddaay, gestu sama yaay
Cuando miramos los teléfonos [vemos que] la felicidad se encuentra en el extranjero
Voy a emigrar [para] ayudar a mi madre
‘Touki’ (viaje, en wòlof), Andrea Farri. Banda Sonora de ‘Io capitano’

‘Tienes que quedarte aquí. Y respirar el aire que yo respiro’. En la película ‘Io capitano’, del director italiano Matteo Garrone, esta frase que una madre senegalesa dirige a su hijo muestra el desgarro de la migración de muchos africanos que intentan venir a Europa. Cuando su hijo Seydou le cuenta que quiere irse a Europa a trabajar y ganar dinero, su madre le responde que se quede. Le recuerda que muchos han muerto en el mar y en el desierto y que su lugar en el mundo es Senegal. Ya es demasiado tarde: Seydou ha decidido, junto con su primo Moussa, cruzar el desierto del Sáhara e intentar cruzar desde Libia hasta Italia en barco. Otro hombre, poco antes de salir, les abronca por su disparatado plan y les advierte que van a encontrar todo tipo de peligros en la ruta. Los chicos no le hacen ni caso: sueñan con ser famosos en Europa y ganar dinero. Acompañada por una banda sonora extraordinaria, los jóvenes senegaleses van quemando etapas en un viaje que les obliga a dejar atrás, a la fuerza, su inocencia.

Uno de los aspectos que más impresiona de la película son las escenas de paisajes convertidos en un personaje más de la narración: la inmensidad del desierto o la omnipotencia del mar, escenarios que remarcan la pequeñez de los humanos que transitan por ellos, resumen sin palabras la dificultad de su misión. Fían su destino al clima o el acceso al agua, en paisajes tan tranquilos como voraces, en los que solo pueden obedecer a una orden -no dejar de caminar nunca, en el desierto- y a su contraria -quedarse quietos, en el barco- hasta llegar al destino. Ni Seydou ni Moussa cuentan a sus madres que intentarán irse, y su inocencia reaparece en algunos de los momentos más tensos de la travesía. En momentos de crisis, uno de ellos se replantea incluso el sentido del viaje, y otro expresa, a través de un sueño, cuál es el último deseo de su vida después de tantos riesgos: volver a ver a su madre.

Pese a la atención que damos a las migraciones desde África hacia Europa, según la Organización Mundial de las Migraciones la mayoría de los migrantes africanos se quedan en el continente. En África Occidental y en África Central acogieron hasta 11 millones de migrantes en 2020. “En la subregión viven hasta 500 millones de personas, el 40 % de las cuales tiene menos de 15 años”, añade la OIM. La mayoría de los que salen del continente lo hacen hacia Europa (11 millones de personas), seguida por Asia (5 millones) y América (3 millones). Las migraciones no suceden nunca en el vacío: son el desenlace de decisiones políticas y del funcionamiento de la economía global. Esa población tan joven en África puede convertirse, para los más optimistas, en un “dividendo demográfico”; para los más pesimistas, ese aumento de población puede desestabilizar una región con países con una gran fragilidad económica. Todo dependerá de las políticas que se sigan.

Esa es, quizá, la gran ausencia de ‘Io capitano’, premiada en Venecia y nominada a los Óscar. En ningún momento sabemos por qué los dos jóvenes senegaleses han decidido irse de su país. Al centrarse en las dificultades de la ruta, nos perdemos qué las ha originado o quiénes son los beneficiarios de la situación actual. Es una ausencia que se repite en el análisis que hacemos sobre las migraciones, tratadas cada vez más como un asunto de orden público. Los tratados de pesca con la UE o la influencia económica de Francia a través del Franco CFA, temas que son vox populi en Senegal, no aparecen mencionados a la hora de contextualizar las vidas de Seydou y de Moussa. No implicarían rehacer la película ni complicar la trama: habría bastado con alguna frase quejándose de los precios de la comida o un diálogo con un pescador.

El director de la película, Matteo Garrone, ha intentado ceñirse al máximo a la realidad del trayecto, por ello ha entrevistado a migrantes que atravesaron el desierto y llegaron a Italia. La mayoría de la película transcurre en el idioma de sus protagonistas, el wolof, una lengua con cada vez más presencia en Europa debido a la existencia de una creciente diáspora senegalesa que en España ya supera las 80 000 personas -la mayoría de ellas, hombres. Es un idioma del que ya hay, gracias a Casa África, cursos gratuitos de iniciación, que este año han cumplido su tercera edición gracias a la dinamización de la profesora Soda Diakhaté -que tradujo la canción que encabeza este apartado. La presencia de las lenguas africanas en las películas que tratan sobre el continente es poco habitual en las películas europeas, más allá de utilizar alguna palabra suelta para remarcar la distancia de los personajes europeos con los africanos. La elección de Garrone es un paso necesario hacia el respeto que los idiomas africanos merecen -en muchos casos, todavía son tratados como ‘dialectos’ o ‘jergas’, pese a que cuentan con más hablantes que algunas lenguas europeas, a las que nunca dudamos en definir como idiomas.

“Nuestro dinero no vale nada”

La definición de Fatou Saidykhan es un latigazo y un resumen. Fatou es una joven que vive en Gambia, el país más pequeño del África continental, una franja de territorio insertada en Senegal, su único vecino. Forma parte de la legión de jóvenes que se incorporan a un mercado laboral que no les espera con los brazos abiertos. Ante la falta de alternativas, todo el mundo emprende pequeños negocios. La falta de capital inicial hace que muchos sean demasiado parecidos, y la mayoría de la gente tiene dificultades para encontrar clientes. O clientes que les paguen lo suficiente para ganarse la vida dignamente, acceder a la vivienda, realizarse personalmente o crear una familia. Fatou tiene acceso a dinero de la diáspora a través de la familia, no tiene que pagar un alquiler por el local que utiliza y los productos de belleza e higiene que vende le llegan directamente desde España. Y apenas logra reunir un sustento. Cuando me enseña la libreta en la que registra las ventas de cada producto, lleva unas semanas sin vender prácticamente nada. Antes ya me lo había soltado por teléfono y me lo dirá más veces mientras estemos juntos en Gambia: “Nuestro dinero no vale nada. Por eso, nosotros cogemos barcos para ir a vuestro país y conseguir dinero del vuestro”.

Acaba de resumir siglos de macroeconomía en una sola frase. El valor del dinero determinó que los reinos africanos se endeudaran para pagar las importaciones de productos europeos, mientras Europa se quedaba el oro -que salía de las minas africanas- y revalorizaba sus monedas. Cuando no bastó con el oro, los africanos empezaron a pagar en personas. Gracias a esa mano de obra esclava, Europa se enriquecería con los cultivos tropicales y aceleraría su Revolución Industrial. Entonces, los africanos eran forzados a irse. Hoy, lo hacen voluntariamente, buscando salvar a sus familias. Y sus monedas se siguen hundiendo ante déficits comerciales irresolubles: Gambia compra en el extranjero, sobre todo, la gasolina y la comida. Y vende cacahuetes en un mercado global donde no puede influir a la hora de determinar los precios: los venden a un precio más bajo que el de 2011 y casi siempre está por debajo del dólar por kilo. Ante la falta de trabajo y perspectivas, muchos jóvenes se lanzan al mar a buscar un futuro, cualquiera, distinto a este.

Europa, añorando un pasado donde era el continente más influyente del mundo, y desorientada ante las dificultades para resolver su lista creciente de problemas, quiere acabar con la cuestión migratoria a golpes. Queremos los recursos africanos y pretendemos que los africanos no se muevan. La lección de ‘Io capitano’ es clara y se muestra en sus escenas donde los personajes no hablan, capturados por el desierto y el mar. No hay cambio legislativo que pueda parar a quien está dispuesto a arriesgarse de esa manera por los suyos. Entregados a las fuerzas de la naturaleza, no habrá muro capaz de pararlos. Y no hay que ir muy lejos para entenderlo: es una historia tan universal como la de nuestros abuelos.

Artículo redactado por Jaume Portell.

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