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Humanizar la humanidad

Humanizar la humanidad
Tres mujeres caminan de la mano (Cirhogole Village, Kivu Sur, RDC). Imagen: Ramón Sánchez Orense
Tres mujeres caminan de la mano (Cirhogole Village, Kivu Sur, RDC). Imagen: Ramón Sánchez Orense

A veces, mientras busco alguna palabra en el diccionario, suelo topar con otras que me llaman la atención y me detengo a leer sus acepciones. Hace poco buscaba el término “huir” de cara a impartir un taller sobre la búsqueda de refugio a alumnas de quinto y sexto de primaria –en el marco de mis acciones en la organización social de la que formo parte-  y encontré en la misma página “humanidad”, “humanismo” y “humanizar”. Entre las acepciones de estas últimas estaban: “conjunto de todos los seres humanos”, “sensibilidad, compasión por las desgracias de nuestros semejantes”, “doctrina o actitud vital basada en una concepción integradora de los valores humanos” (prefiero actitud que doctrina, por sus connotaciones), “hacer humano”… Fue como si las viera por primera vez y mi mente empezó a efectuar una forma de exégesis de estas.

El momento coincidía con acontecimientos como la conmemoración de la tragedia del Tarajal, el aniversario de la guerra en Ucrania (algunas organizaciones estaban planeando acciones de protesta), los terremotos habidos en Siria y Turquía o la muerte de centenares de personas en el Sahel, de las que apenas se dijo algo por estos lares (un compañero de la zona me había enviado un vídeo en el que aparecen decenas de ataúdes cubiertos con la bandera de su país). Los grupos feministas de la ciudad se preparaban para celebrar el día internacional de la mujer, en el que se reivindicaba la igualdad efectiva de derechos y oportunidades entre las personas y las violaciones estructurales que sufre este grupo de población. Estaba con un grupo de compañeras elaborando el informe de unas jornadas que realizamos unos meses antes (las “II Jornadas sobre Inmigración y Empleo. Mujeres migrantes: violencias, resistencias, derechos, inclusión, participación”) y pasamos hora y media hablando solo de las violencias. Todo parecía estar relacionado. Y esto era poco, casi nada, comparado con lo que pasaba en el resto mundo, el sufrimiento, gratuito, que nos dispensábamos entre los seres humanos. Las formas eran varias: violaciones, maltrato físico, esclavitud, muertes, asesinatos, guerras, bombardeos (en estos no se distinguía el objetivo, daba igual que fueran hospitales infantiles, centros de oncología o residencias de mayores)…

Cada dos semanas, aproximadamente, nos llegaba por correo electrónico a los miembros de la organización un boletín con la información que emiten las agencias de noticias sobre las violaciones de derechos que suceden en distintos países, que era un resumen de las noticias en el que se adjuntaban los enlaces para acceder a ellas (un excelente trabajo que apenas les reconocemos a las compañeras que lo realizan y que permite a la entidad prever su labor de incidencia y acogida). Es una muestra de cómo se va unificando el mundo, o uno de los aspectos positivos de la tecnología, que sin salir de mi mesa de trabajo podía enterarme de lo que pasaba en Tinduf, en el Sahel, en el condado de Garissa, allá donde viven los pueblos indígenas de América, en Myanmar… Suelo echar una ojeada y, lo mismo, me detengo en las noticias que llaman mi atención. Hay mucho sufrimiento en el mundo, en todas partes, países, zonas geográficas; pueblos condenados y cuya pena o delito son sus rasgos, sus creencias, su forma de ser o su negación a ser lo que no son, incluso por permanecer en sus lugares de origen. Los ejemplos son inabarcables. Las mujeres y los menores se llevaban la peor parte.  

Adentrarse en los territorios nacionales o países para conocer las condiciones en las que viven las poblaciones vulnerables, esas que el escritor Eduardo Galeano llama “Los nadies”, es casi como castigar a la conciencia (dicen que es uno de los aspectos que tenemos en común los seres humanos; tengo mis dudas); si tienen agua, y de qué tipo, el saneamiento, suelen aparecer fotografías tomadas de barrios de grandes extensiones, con edificaciones frágiles e insalubres en las periferias de grandes ciudades (algunas no me suelen sorprender demasiado) o detrás de grandes paneles que anuncian complejos hoteleros o la próxima construcción de viviendas sociales (resultaba chirriante); la sanidad, si la tienen, las condiciones de los centros y el personal que les atiende, lo mismo que la educación. Y estos son los mínimos que una sociedad debería garantizarse a sí misma, a sus jóvenes, para que sus inteligencias generen buenos deseos, sentimientos, ideas o proyecciones y no acaben siendo pasto para impostores.

Curiosamente, esos mismos días estaba releyendo “Le manifeste des mères sociales…” (resonaba la música que producen las mujeres con sus manos y el agua, en los ríos caudalosos del continente, pronto el planeta se vestiría de color violeta), un texto coordinado por la política y escritora maliense Aminata Dramane Traoré en el año 2015, pero que no había perdido vigencia: “La pauvreté, la faim, la malnutrition, les maladies liées au manque d’eau potable et à l’insalubrité, l’analphabétisme, le VIH et le Sida, le paludisme, demeurent le lot de l’immense majorité. Les faits que l’on enregistre, loin d’être des épiphénomènes traduisent le degré de la détresse humaine”.

[Traducción: « La pobreza, el hambre, la malnutrición, las enfermedades relacionadas con la falta de agua potable y la insalubridad, el analfabetismo, el VIH y el sida, así como el paludismo, continúan siendo la suerte de la inmensa mayoría. Los hechos registrados, lejos de ser epifenómenos, reflejan el nivel de desamparo humano ».]*

Me pregunto más de una vez: ¿realmente es necesario tanto sufrimiento, para qué sirve, a qué atiende? En ocasiones me parecen reacciones irracionales (“porque puedo”) que no conducen a nada, más que a producir dolor en las personas, las familias, los pueblos; a generar desconfianza en las instituciones o, lo que es peor, entre nosotros mismos, la ciudadanía de a pie, y en los valores sociales que nos son comunes o deberían serlo, como la hospitalidad o la solidaridad. Luego, aquí no se queda nadie, sea quien sea o haya sido (resulta nimio recordarlo). Un ser invisible (dicen que es pequeñito) pudo amenazar al mundo y mostrar lo efímero que es todo. Las personas siguen perdiendo la vida por enfermedades absurdas en nuestros días de grandes descubrimientos e inversiones. Y cuando la naturaleza se enfada, harta de hablar sin que nadie la escuche, de un plumazo lo desmorona todo, incluso aquello que representa las razones por las que unas personas hacen sufrir a otras. Entonces, para qué.

Y pensé que deberíamos hablar más de estos términos: “humanidad”, “humanismo” y “humanizar”. Cierto, es la misión de la cultura, las artes, la educación; nos enseñan a reconocernos los unos en los otros, a saber que el otro o la otra porta un cuerpo con las mismas características que el mío, que lo que me molesta, duele o me dolería, a él o ella también, aunque su sexo, el color de su piel o su lengua sean distintos de los míos… A lo que quiero llegar es a que algo tenemos que hacer, entre todas, para evitar el sufrimiento y las situaciones de barbarie que viven las personas, especialmente mujeres y menores, en buena parte del mundo. Por pedir…

Artículo redactado por Ángela Nzambi.

*[Traducción realizada por Paula Rodríguez Guerreira].

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