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Colonización, testosterona y algo de amor

Colonización, testosterona y algo de amor

Chema Caballero

Bloguero y cooperante

Casi con seguridad, el misionero aprovecharía la fuerza de las armas para obligar a todos los presentes a convertirse al cristianismo.

El Museo Nacional del Traje se aloja en el que fue el palacio del gobernador de Costa de Marfil en su primera capital, Grand Bassam. En él se exhiben los hábitos tradicionales de distintas partes del país en vitrinas de cristal amontonadas en el poco espacio de lo que debió ser el salón principal del edificio. En el piso superior se recrea una corte real, maquetas de poblados de distintos pueblos del país, utensilios característicos de diversos oficios o actividades y el modernísimo cuarto de baño, alicatado en verde hasta el techo, que se hizo instalar uno de los representantes del poder francés en la zona. El conjunto resulta bastante llamativo e instructivo, su visita merece la pena. Curiosamente, lo mejor de la muestra no tiene nada que ver con las tradiciones o costumbres de la zona, sino con una historia mucho menos lúdica.

En las galerías que rodean las estancias principales, concebidas para que el aire circule y refresque el lugar, cuelgan una serie de fotografías que reflejan, sobre todo, los abusos y el horror de la colonización. Se trata de copias de originales protegidas por plásticos y un poco comidas por la fuerte luz del sol que penetra por los grandes ventanales.

Entre todas ellas, una llama bastante la atención (o debería hacerlo) por la gran brutalidad, a pesar de la postura estática de los retratados, que se resume en ella. Muestra la quema del tambor sagrado de los baoulé, el attoumgblan, como represalia por haberse rebelado contra la administración francesa. Este pueblo, uno de los mayoritarios de Costa de Marfil, presentó una fuerte resistencia a la penetración colonial. De 1891 a 1911 llevó a cabo acciones violentas de manera intermitente contra el conquistador. Al final, la fuerza de las armas europeas se impuso y consiguió someterlo.

En la fotografía se aprecia una aldea de casas de barro y techos de paja y a sus habitantes que, colocados en medio círculo, contemplan la hoguera que ocupa el centro de la imagen. En ella arde el tamtam que servía a aquel pueblo para comunicarse con su dios. A la derecha se aprecia a un comandante francés y a un misionero. Ambos visten de blanco (uno, camisa y pantalón; otro, sotana) y están coronados por sendos salacots. Contemplar la foto es sentir el dolor y la rabia de los baoulés al ver cómo una de sus reliquias más sagradas era destruida por los colonizadores. Podemos imaginar lo que siguió a aquella escena. Casi con seguridad, el misionero aprovecharía la fuerza de las armas para obligar a todos los presentes a convertirse al cristianismo. Un ejemplo más de cómo gobierno colonial e Iglesia, dos instituciones regidas por hombres, se aliaron en la conquista del continente.

“El colonialismo se basó en el catolicismo y el patriarcado. Para la representación de este sistema, no podría haber mejor imagen que la del padre racista, a través del cual fluyen todas las ideologías y prácticas coloniales. Fue la elección correcta. El colonialismo es masculino. El macho agresor invade. Penetra en lo más profundo de la intimidad, con el arma en ristre, ataca y mata, como el violador de una mujer en una calle desierta”, afirma Paulina Chiziane en el prólogo a la novena edición de Caderno de memórias coloniais de Isabela Figueiredo (libro traducido al castellano).

Se sabe que no hubo aventura colonial buena. Que los argumentos de llevar la civilización (a saber qué esconde este concepto) a África fueron burdas excusas para apoderarse de las riquezas del continente. Y que las distintas iglesias se aliaron con los poderes del momento, trabajando mano a mano con ellos, a cambio de quedarse con las almas de los africanos. Aunque unos pocos religiosos criticasen dicha alianza de fuerzas, la mayoría se sirvió de ella y de la autoridad que le otorgaba. Basta leer algunos clásicos africanos para comprobar este punto. Por citar solo unos ejemplos: Oui, mon commandant y L’Étrange destin de Wagrin de Amadou Hampâté Bâ o Une vie de boy de Ferdinand Oyono, sin olvidar, claro está, lo que supuso la llegada de los misioneros (en este caso, protestantes) para Okonkwo, el protagonista de Todo se desmorona de Chinua Achebe.

La cruz la portaban y la imponían hombres como las armas, la violencia y los engaños que usaron los colonizadores que llevaban de igual manera la impronta de la mano masculina. Así, las literaturas africanas que tratan el tema de la colonización también reflejan que esta fue cosa de hombres. De esta manera, se aprecia en la obra de Ngugi wa Thiong’o o en la del reciente Premio Nobel de Literatura, Abdulrazak Gurnah, cuando habla de la colonización alemana en África oriental.

Como se observa, sobre el papel del hombre blanco se ha escrito en muchas ocasiones. Sin embargo, no ha ocurrido lo mismo con la figura femenina. El mencionado prólogo de Chiziane ahonda en este punto: “La mujer blanca es invisible, es silenciada, demostrando así que las mujeres blancas son las primeras víctimas de la violencia del colonialismo, incluso antes que los negros. La mujer blanca no tenía voz, al igual que todos los hombres y mujeres negros. No se le permitía hablar en voz alta, ni siquiera en el interior de la casa o en el círculo de amigos. No tenía derecho a su propia sexualidad, tenía que tener sexo estrecho y casto, como los colonizados que no tenían derecho a su tierra ni a su libertad…”. Chiziane parece querer decirnos que solo el hombre blanco podía usar, abusar y violar África.

Así es, son escasas las mujeres blancas que aparecen en las obras de autores africanos al tratar el tema de la colonización. Al constatar lo anterior, percibimos que para estos escritores las mujeres de los colonos no son sujeto de aquellas acciones que quieren denunciar. Lo anterior, en cambio, no es debido a una falta de interés hacia la figura femenina, ya que esta sí aparece en otras obras que narran tanto la resistencia que diversas mujeres africanas opusieron a la invasión como su aportación fundamental en la lucha por la independencia de sus países.

Si bien la desigualdad, el abuso y la violencia marcan de manera constante las relaciones entre hombres blancos y mujeres negras, lo que se aprecia en un buen número de títulos, también, de vez en cuando, aparece algún personaje femenino local que se enamora del blanco bueno. Sucede en Le roi de Kahel de Tierno Monénembo, por ejemplo, o en la última obra que se adentra en las profundidades de la colonización y que acaba de traducirse al castellano: Camarada Papá de Gauz.

Leyendo esta última novela, una vez más se constata lo que Chiziane aseguraba en su prólogo. Teniendo en parte como escenario Grand Bassam, narra cómo allí empezaron a instalarse los primeros franceses, mucho antes de que aquellas tierras y mares fueran declarados propiedad de una potencia europea. Desde allí se penetró el resto del territorio en busca de tratados con reyes y jefes locales que otorgasen la posesión de aquellas tierras a los franceses y frenasen el avance de los británicos desde el este, lo que hoy es Ghana. Además, aquellos pactos aseguraban también el comercio de los productos que interesaban a los europeos. Más tarde se levantarían las grandes mansiones que, a pesar de la decrepitud que hoy muestra la mayoría de ellas, son testigos del antiguo esplendor de la población, conjunto que en 2012 la UNESCO declaró patrimonio de la humanidad. Entre tanta reliquia se encuentra todavía el monolito que recuerda a Marcel Treich, el primer explorador y administrador de Costa de Marfil, que murió con 30 años en esas mismas costas. Treich se convierte en un personaje de la novela de Gauz. Como también la hazaña que en 1888 le llevó hasta Kong, en el norte de Costa de Marfil, en busca del capitán Louis-Gustave Binger que un año antes había partido de Senegal para asegurar la unión de Dakar con Grand Bassam pasando por el país mossi, en el intento de consolidar los territorios adjudicados a París en la Conferencia de Berlín (1884).

Y en medio de estos personajes y sus peripecias que sirven de fondo a una trama en la que Gauz parece querer ir más allá de lo histórico, del horror y del sufrimiento que la colonización causó en África y en sus gentes, surge una historia de amor, llena de sensualidad y sentimiento, entre un colono blanco atípico y una mujer negra sabia. Un canto de Gauz para mirar al futuro e imaginar un mundo en el que no exista distinción por el color de la piel. Una utopía narrada con mucha pericia e ironía y en la que el amor entre un francés y una mujer de Grand Bassam triunfa sobre el horror de lo que iba a venir.

Artículo redactado por Chema Caballero.

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