Por Abdourahmane Seck. Comienzo estas líneas desde una pequeña ciudad del norte de Senegal, erigida patrimonio de la humanidad, y que lleva el nombre de Saint-Louis, un antiguo rey de Francia. Y me siento más bien amargo, por todo el desastre que comporta lo que tengo que compartir aquí. Me refiero a la sensación de que, para nosotros los otros, esto no es (¿aún?) una crisis sanitaria.
A mediados de marzo, flota a través de los medios de comunicación, acaparadora y temible, como un canto del cisne. Se dice que la que se avecina es la catástrofe de más para África. Y así, como por necesidad, sentí unas ganas tremendas de caminar por este pedacito de este gran país cuyo hundimiento estaba anunciado para las horas, días, semanas o meses venideros[1].
Y me paseo, aquella mañana, por el puente Faidherbe. Una ligera brisa acaricia mi piel y el sol no es menos generoso que de costumbre. En sus alrededores, nada más allá de lo habitual apresura los pasos de los otros caminantes. Sin embargo, “koronaa” está en boca de todos, incluso en la de los más pequeños.
Allí estaban, en el puente que lleva el nombre del antiguo gobernador del imperio, agarrados unos a otros, un grupito de seis niños pequeños, en harapos y descalzos. Aquí se les llama taalibe, es decir, escolares coránicos. Pero sin duda hace ya mucho tiempo que se convirtieron en otra cosa, abandonados en algún lugar entre niños mendigos y pequeños trabajadores domésticos en casas y mercados. Viéndome llegar a su encuentro, bien cubierto bajo mi mascarilla, comenzaron a cantar: “Koronaa, koronaa bi ñëw na, kenn mënu ci dara” (¡no se disguste, nadie puede hacer nada, llegó el corona!) ¡Y así se les animaba, a mi costa, su jornada!
Luego vino abril y después vino mayo. Los que nos habían vendido la inminente catástrofe volvieron a sus cuadernillos escolares, pues algo debía habérseles escapado. La perplejidad se convirtió, en la confusión de mentes y discursos, en su nueva mercancía diaria. Pues bien, por aquí y por allá, sigo caminando por Saint-Louis y la pequeña cantinela de mis jóvenes burlones continúa ahí, en una insistencia perturbadora. Como si tardara en comprender lo que de ella debía oírse: « ¡Ahí tienes!”.
¿A qué culpa estábamos condenados, en este juego de niños, que ahora debiéramos purgar? ¿Qué deberíamos haber comprendido mucho tiempo antes o inmediatamente después?
No nos extendamos en la larga serie de posibles confesiones. Limitémonos a la final, la que nos remite a todo aquello que, en nosotros y en el mundo, ha autorizado y convertido en infalible el molesto mimetismo que han mostrado nuestros gobiernos al adoptar, hasta la más burda teatralidad, la comunicación de crisis de las instituciones internacionales y de los gobiernos de las grandes potencias extranjeras. Porque, en cuanto al fondo y a lo que a nosotros respecta, ¿qué de tan desconocido nos traía la Covid-19? ¿No nos hablaba la lengua de a diario, es decir, la de nuestra condición de hombres y países rehenes de escandalosas realidades políticas tan íntimamente descritas por Ngugi wa Thiong’o? Con mucha probabilidad, para nosotros los otros, lo que cambie tras esta historia sea la ya habitual enésima vieja historia impuesta desde fuera y monitorizada desde dentro por valientes y muy interesados soldaditos. Y lo que es chocante viene de ahí, de aquello que se prolonga y se anuncia en esta historia de discurso propio robado, de movimiento propio comprometido.
Por lo demás, ¿cuántos de ellos se abstuvieron de hacer una inversión en la crisis de Covid-19: nuestros Estados que la aprovecharon como una oportunidad de valentía después de seis décadas de impotencia; los nuevos espacios del buenismo de nuestras grandes ciudades donde unos y otros se miran por encima del hombro a golpe de « me has leído » y « me has visto » en tal última publicación; los sindicatos que sensibilizaron a sus miembros para hacer donaciones públicas que la opinión pública tendrá que recordar más tarde; los charlatanes que aseguraron haber recibido en sueños la fórmula mágica contra la enfermedad; los líderes religiosos que desafiaron las prohibiciones oficiales de agrupamientos y mostraron a sus seguidores hasta qué punto sabían burlarse de la autoridad del Estado; los altos funcionarios del Estado, que no están tan locos, que se unieron a las concentraciones religiosas que ellos mismos habían oficialmente prohibido; los pequeños miserables que están lejos de morir de hambre y que revendieron a 30,000 CFA paquetes de artemisia que cuestan 2,500 CFA; el jefe del distrito sanitario que pidió a su ayuntamiento primas en lugar de equipos de protección y que se vio esa misma semana con varios de sus agentes puestos en cuarentena, dos de los cuales dieron positivo; los países del Norte, que no han perdido tanto el norte y que tuvieron resuello suficiente para volver a prestarnos dinero y así capturar, aún más, nuestros espacios y nuestro futuro en beneficio del mismo liderazgo que desde siempre ha causado endeudamientos, ese que no pierde oportunidad alguna para pedir dinero de nuevo?
El estado de nuestras filas nos deja así de perplejos, dos meses después del anuncio oficial y solemne de nuestra entrada en la « Guerra Nacional contra la Covid-19”. Sospecho que las cosas habrían sido más fáciles de entender si se hubiera hablado un poco más de retenciones en los salarios de los diputados y ministros, para empezar, o de transferencia de los fondos de las cajas negras de nuestras repúblicas al tesoro público. Pero poco importa, ahí no está nuestro primer frente de batalla, disparando desde todos los televisores y todas las columnas de prensa. Bonita línea de frente entre los políticos profesionales en el poder y las clases medias altas, cuyas oleadas provienen básicamente de la pudiente comunidad empresarial, del mundo académico y de la alta administración pública. Ella pide ruidosamente contribuir a las soluciones de su demanda de protección y normatividad estatal. Paso por alto establecer un vínculo entre la calidad del mando y la naturaleza de la identificación estratégica del enemigo como el eslabón débil de la cadena de contención del microbio – escuchen a quienes no han entendido, a quienes son inconscientes, a quienes son incontrolables, pero de quienes también sabemos que están necesitados. Las intervenciones técnicas, morales y estéticas rara vez han fecundado tan bien juntas, hasta el punto de que uno se pregunte, ante tanta ingeniosidad y perspicacia, pero entonces, ¿dónde andaba antes este valiente ejército? Quiero decir antes de la necesidad de una unión nacional como un único y valiente hombre frente al peligro, ciertamente no nacional ¡sino mundial! Todos conocemos la gran broma. Andaba haciendo desarrollo o emergencia. Andaba haciendo eso que hoy se extiende impasible ante nuestros ojos y contra lo que pide protección. Eso que hace que el resto de la humanidad haya pensado, sin duda con razón, que nuestra realidad, nuestras vidas y nuestras historias estaban sujetas a una inminente y brutal desaparición.
¡Desde luego que sí, ahí tenemos!
En lo que aquí nos preocupa, la condición política que se nos revela, la información médica es el primer kit de navegación. Nos recuerda esas otras infecciones comunes o estacionales, todas tan contagiosas como mortales, que no constituyen el desbordamiento próximo de nuestros sistemas de salud, sino que constituyen ya el presente hundimiento. Si la Covid-19, hasta que no demuestre su letalidad frente a la de su competencia, que no es poca, no puede (por el momento) tener la condición de epidemia sanitaria nacional que algunos pretenden darle cueste lo que cueste, entonces ¿por qué nos han asustado y hecho llorar como a todo el mundo como si, nosotros los otros, fuéramos todo el mundo? Y ahí, en esta treta, reside una terrible cuestión que no es la banal « a quién beneficia el crimen », sino más bien su eventual insostenible motivo. No me atrevo a creer que, de todas las posibles e imaginables maneras de vendernos la genial y reconfortante idea de que haríamos mundo con el resto del mundo, el habernos puesto a prueba de esta manera fuera la menos cuestionable y la más abordable para nuestros gobiernos preocupados por esconderse de sus bonitas acciones.
Si esto no es (¿aún?) una crisis sanitaria, entonces ¿qué podríamos decidir hacer con ella?
Yo diría que busquemos una mecha y encendamos una beneficiosa pelea social de gran escala. De esta nacerían dos horizontes a perseguir, ¡de verdad y de una vez por todas! Por una parte, cuestionar el orden internacional que nos roba nuestras partes en la riqueza de las naciones, y por otra, cuestionar a nivel nacional el insostenible régimen de privilegios sociales, económicos y políticos que amplían sin fin la brecha de la respetabilidad, del tener, del saber y del poder entre nosotros, en tanto que hermanos y hermanas, padres e hijos, morabitos y discípulos, académicos y artesanos, comerciantes y trabajadores, urbanitas y rurales, políticos y no políticos, estudiantes y vendedores ambulantes, los que viajan mucho y los que no tienen pasaporte.
Ninguna condición objetiva tiene, en sí misma, un destino histórico, más allá del conferido por el paso de los hombres. Y ya mayo que se aleja, en una ultimísima noche que no se parece en nada a las demás. Del otro lado de la isla de Saint-Louis, alta y hermosa está la luna sobre los cielos. Y, sereno, escucho el viento, mensajero de ruidos inusuales y cada vez más fuertes.
[1] Sin duda el delirio más significativo de esta oleada fuertemente arraigada en el viejo desprecio colonial, fue la « nota diplomática » caída de la mesa del Ministerio de Asuntos Exteriores francés. Indispensable leer el contrapunto de Boubacar Boris Diop « Des pangolins et des hommes« .
Abdourahmane Seck es docente-investigador en la Facultad de Civilisations, Religions, Arts et Communication (CRAC) de la Université Gaston Berger (Senegal) y autor de varios libros sobre el Islam, la migración sur-sur y la cuestión de lo(s) común(es) en África. Fruto de una formación multidisciplinar que abarca la filosofía, la antropología y la historia moderna y contemporánea de África, sus investigaciones giran en torno a la (des)producción de vínculos sociales y simbólicos en África, la religión, la política, la migración y la historiografía decolonial. Este artículo del antropólogo e historiador Abdourahmane Seck (Université Gaston Berger, Senegal) apareció publicado en la revista belga Antipodes nº 229el pasado mes de julio y ha sido traducido al español por Alba Rodríguez-García.
Alba Rodríguez-García es docente-investigadora en la Facultad de Lettres et Sciences Humaines (LSH) de la Université Gaston Berger (Senegal) y formadora del Pan-African Masters Consortium on Interpretation and Translation (PAMCIT). Sus investigaciones incluyen los estudios de traducción poscoloniales y decoloniales, las literaturas africanas y la ética y crítica de la traducción. Paralelamente es traductora literaria e intérprete de conferencias en la subregión.