Amar no es un delito
En Túnez la homosexualidad está prohibida y no es aceptada socialmente. El peso de la religión y las tradiciones complican más el problema. Empezando por el lado legislativo, antes de la colonización y del periodo del protectorado francés no existía ninguna ley que prohibiese la homosexualidad masculina ni femenina. La aceptación y la tolerancia fueron la norma, ya que no se registra reivindicación relativa a la identidad LGTBIQ+. Incluso antes de la colonización, se permitía el trabajo del sexo de manera legal para los homosexuales. Durante el protectorado francés iniciado en 1892 se formuló el artículo 230 del código penal que en 1912 prohibió las prácticas de “sodomía”. Este artículo se aplicaba a todas les personas presentes en el territorio (extranjeros y tunecinos). Más tarde, en 1956, se proclamó la independencia y la primera República de Túnez. En este momento se traduce ‘literalmente’ todo el arsenal legislativo del periodo del protectorado francés al árabe y se incluyeron modificaciones. Una de estas afectó al artículo 230, en el que ya se establece la penalización de la homosexualidad masculina y femenina con 3 años de cárcel. Además, se mantuvo el código de procedimientos penales que autoriza prácticas vejatorias como el « test anal », utilizado sistemáticamente como prueba para incriminar a las personas acusadas por estas causas. El código penal ha establecido otros artículos tales como el 228 y el 231 relativos a la prostitución y a la moral pública, artículos instrumentalizados para la persecución de personas trans y travestis hasta el día de hoy.
Con la revolución del Jazmín, o más conocida como ‘primaveras árabes’ del 2011, Túnez ha conocido muchos avances en término de libertades. Libertades colectivas, por supuesto, como la libertad de expresión y la libertad de asociación. Pero a los derechos y libertades individuales aún les queda mucho camino por recorrer. Por ejemplo, se sigue aplicando el código penal para arrestar y frenar los colectivos LGTBIQ+ (Damj, Chouf, Mawjoudine, Shams…). No solo se ejerce la intimidación hacia toda persona que se compromete con el activismo LGTBIQ+ (aunque contra ellos especialmente), pero alcanza a aquellos que luchan por la justicia y la igualdad, el acceso a la educación, la salud, el trabajo, la vivienda y la dignidad humana.
La lucha es complicada, ya que más allá de tener la barrera legislativa, se sufre el peso de la religión y las tradiciones. Los imames (líderes religiosos) y también personajes públicos promueven el discurso del odio abiertamente, asumido por los medios de comunicación (televisión, radio, redes sociales…), quienes llaman a la violencia e, incluso, a veces, al asesinato de las personas LGBTIQ+. Este discurso, consentido por las autoridades, está legitimando más el odio, las agresiones y el rechazo a las personas LGBTIQ+. Cuando se denuncian y demandan estos hechos violentos nunca hay consecuencias legales de ningún tipo, ni medidas punitivas o coercitivas para persuadir esta violencia ejercida contra personas que solo reivindican el derecho a vivir y ser.
El rechazo se sufre en el entorno familiar, laboral, educativo, sanitario… Así, en 2018 se detuvo a 6 chicos por homosexualidad. En los últimos años, son más frecuentes estas detenciones en grupo dirigidas a intimidar a estos colectivos. En el caso de estos jóvenes estudiantes que compartían piso, al salir de la cárcel les han prohibido volver a la misma ciudad, no han podido volver a matricularse en la universidad y también les deniegan los cuidados médicos. Otro triste caso es el de una chica trans a la que le cortaron el pelo y la metieron en la cárcel de los hombres, insultándola, pegándole y permitiendo que otros presos la violaran. A otro chico homosexual lo mató su hermano y lo enterró en el patio de la casa familiar para que nadie supiera o se enterase que era homosexual. A una lesbiana, por ejemplo, es común encerrarla en su casa hasta que acepte casarse con un hombre elegido por la familia, que la violará cada día con la intención de ‘curarla’. A otros jóvenes que participan en debates o charlas donde hablan de su identidad y homosexualidad abiertamente, les llevan al imam de la mezquita del barrio para que los ‘corrija’. En un caso, enviaron a un joven a Siria metiéndole en la cabeza que así se arrepentiría y sería redimido de sus inmoralidades. Muchos jóvenes inseguros y vulnerables, excluidos socialmente, ven en esta práctica radical una salida y se vuelven terroristas. A jóvenes activistas LGBTIQ+ de la asociación Shams, quizá la asociación más mediática, que salieron en la televisión para sensibilizar sobre la orientación sexual y las identidades de género, les han prohibido volver a la universidad. Denunciaron las amenazas de muerte recibidas, pero las autoridades les han denegado la protección. Los activistas no tienen ningún estatuto de protección.
A mí, personalmente, me ha perseguido la policía hasta mi casa, hasta la casa de mi familia, la de mis amigos. Me han intimidado en la calle, me han insultado por perverso y enfermo y me han amenazado con la cárcel. Todo, por participar en conferencias internacionales, en Líbano o Jordania, sobre la defensa de los derechos LGTBIQ+. Me dicen que contribuyo a crear una mala imagen de mi país por reivindicar el derecho a amar en libertad. A un amigo le obligaron a realizar una terapia de conversión con el psiquiatra. Cuando esta terapia, que consiste muchas veces en medicamentos inhibidores de la voluntad o tranquilizantes, no funcionó, le llevaron al imam para hacer varias ceremonias de exorcismo en las que se le pega e insulta. Esto es una práctica sistemática establecida en Túnez. Solo una docena de psiquiatras en todo el país quedaría excluida de llevar a cabo estas prácticas. Ante esta situación, muchas personas del colectivo LGBTIQ+ se ven abocadas a tomar decisiones muy drásticas. Algunos intentan quitarse la vida, otros se esconden y viven bajo el terror o mantienen una doble vida y se casan para quitar cualquier sospecha. Otra parte se ve en la obligación de dejar todo atrás para empezar su vida de nuevo en otro país. En mi caso, me vi obligado a huir y escapar dejando mi vida en Túnez. Por mi homosexualidad he tenido que vivir el duelo de dejar a los míos, mis amigos, mi entorno y mi trabajo para sentirme seguro y no con el miedo continuo a ser agredido, torturado o encarcelado. Yo he podido huir para vivir con dignidad y seguridad partiendo de cero. Yo tuve esta suerte y ahora vivo en España como refugiado, pero otras personas no la han tenido, no han podido huir. Durante mi proceso migratorio, de reconstrucción y de integración, he tenido muchas veces el sentimiento de incapacidad por no poder ayudar a esas personas, a esos compañeros que han quedado en Túnez. Ahora sigo pensando en cada una de estas personas y trabajo por ellas desde aquí, pero también una parte de mi trabajo consiste en lo pasa aquí cuando una persona migra y es refugiada, tratando de que se realicen mejoras en el proceso migratorio. Comparto anhelos con compañeras y compañeros de exilio y nos damos apoyo, tan necesario durante ese proceso.
Sarah Hegazy (o Hijazi) es un icono de la lucha LGTBIQ+ en el mundo. Sarah era una activista lesbiana egipcia que fue arrestada, encarcelada y torturada durante tres meses en Egipto por desplegar la bandera del arcoíris en un concierto en El Cairo, en el año 2017. Tras su arresto, solicitó asilo y trasladó su residencia a Canadá, sufriendo estrés postraumático vinculado a la experiencia de tortura que vivió en su país de origen. Al no poder regresar a su país para despedirse de su madre enferma y al saber que sus hermanas eran señaladas por ser «las hermanas de la lesbiana», Sarah terminó suicidándose el 14 de junio de 2020 en Toronto. Tenía 30 años.
Su sufrimiento y el triste desenlace ponen de manifiesto la dureza del proceso migratorio. Ella es símbolo de lucha y los que quedamos aquí debemos resistir con fuerza para que se reconozcan nuestros derechos y para estar orgullosos de quienes somos y de lo que poco a poco vamos consiguiendo.
Hafedh Trifi es un activista por los derechos LGTBIQ+ en Túnez que vive como refugiado en España desde 2019.