Los africanos cargan con el peso de una historia terrible. Nos han hecho sentir culpables, nos han enseñado a pensar que, en el fondo, ser africano es una maldición.
Boubacar Boris Diop se ha convertido en un personaje fundamental del espacio público senegalés. Una postura más afianzada por la sabiduría a sus 75 años, y un historial cultural colmado de elocuencia. Recientemente premiado con el prestigioso Premio Internacional Neustadt de Literatura por su novela Murambi, el libro de los huesos, Boris sigue buscando, no obstante, respuestas en Ruanda. Asimismo, el periodista y escritor examina la vida de nuestro mundo con filosofía. También mantiene viva su predilección por el wolof, la lengua de su nuevo libro, Malaanu lëndëm, y de la que se sirve sin dudar durante esta entrevista.
¿El negro de Malaanu lëndëm se refiere al secreto o al obscurantismo?
A ambos. La traducción correcta de esta novela en wolof es Relatos nocturnos. Otros le han dado otros significados, pero yo le doy este. El narrador comienza su relato cuando la noche ha caído por completo. Ahí aparece ya el negro. Pasé cuatro años en Nigeria, un país muy particular. Tengo por costumbre leer los periódicos de los lugares donde resido, y he vivido en varios países de casi todos los continentes. No leo la actualidad política –que, además, no comprendo–, pero leo la sección de sucesos para comprender los márgenes de la sociedad. A menudo, veía cosas bastante singulares, por ejemplo, aquella fábrica clandestina donde se fabrican bebés. Se hace un llamamiento a parejas que conciben un bebé para venderlo después. Es ilegal, pero se hace. Uno de esos sucesos inspiró Malaanu lëndëm. Un millonario perdió a su padre y quiso regalarle un funeral y un último viaje excepcional. Compró una tumba inmensa, un nuevo coche SUV de lujo, 160 000 dólares americanos como dinero de bolsillo para subir al cielo y un satélite para que el viaje pudiera verse entre las estrellas. Tenía mi historia, y comencé a escribir. El producto final fue diferente de la idea inicial. En mi historia, un ricachón tiene el mismo propósito para su madre, y esto le lleva a poner en peligro vidas y destinos humanos. Despoja a un hombre (Jonas) íntegro, valiente, luchador y justo, y libra con él un combate a muerte. Su único amigo, un senegalés (Keeba Jakite), de su misma clase social, decide ir a Nigeria para conocer la verdad y luchar por la justicia. Keeba cuenta este episodio negro vivido en Nigeria.
Usted escribe esta novela en wolof. Dado que la lengua es el vehículo del imaginario, ¿existe entonces este aspecto transfronterizo e incluso panafricano de la historia?
Sí. El narrador es senegalés, de modo que hay sin duda una parte de Senegal. Pero hay que precisar dos puntos: yo hablo realmente muy poco de Senegal, y cada vez que lo evoco es a través de la mirada del nigeriano Jonas Akintoye. No se trata de Boubacar Boris Diop hablando de su país, sino del personaje nigeriano. Se puede ver también desde el punto de vista panafricano. Ya escribí sobre Ruanda (Murambi, el libro de los huesos) y sobre Mali (La Gloria de los impostores, que es una serie de correspondencias con Aminata Dramane Traoré). Hoy, se trata de una novela sobre Nigeria. La obra se inspira en este país (lo dice mientras señala un gran croquis de Cheikh Anta Diop situado en el vestíbulo del salón). La fuerza de África reside en su unidad, su solidaridad y su diversidad.
Justamente, con Murambi, el libro de los huesos, usted fue uno de los que mejor explicitó el genocidio. Prueba de esto es el Premio Neustadt. Sin embargo, usted dice que aún no ha comprendido lo que ocurrió.
¿Cómo se puede matar, en un país de aproximadamente doce millones de habitantes, más de diez mil hombres por día durante cien días? ¡Más de un millón de muertos! Me sorprendería que alguien lo comprendiera. Lo que menos comprendo aún es que, en aquel entonces, no había comprendido nada. Ni siquiera estaba al corriente de lo sucedido. Por otro lado, sigue siendo sorprendente ver cómo se banaliza el mal. ¿Cómo es posible ser tan insensibles frente a tantos muertos, sobre todo en África? Por desgracia, existe lo que Mongo Beti llama «el hábito de la infelicidad». Cuando nuestro grupo de escritores fue a Ruanda (para participar, cuatro años más tarde, en una residencia de escritura de la que salió la novela Murambi, el libro de los huesos, entre otras obras), los propios ruandeses no comprendían lo que les había ocurrido. Incluso parecía que esperaban que nosotros, extranjeros, les diéramos alguna explicación. Quizá esperaban una mirada más lúcida por nuestra parte.
De lejos, nosotros, extranjeros, tenemos la impresión de que los ruandeses han vencido al espectro genocida. Sin embargo, imaginamos que debe ser imposible superar las secuelas psicológicas. ¿Cómo se ha definido ese «contrato social»?
Paul Kagamé ha conseguido que se piense menos en las montañas de cadáveres que en los progresos económicos cuando se trata de Ruanda. Durante dos décadas, Ruanda remitía al genocidio. Más tarde, por primera vez desde la independencia de este país, no hay masacre. No se mata a nadie en razón de su etnia. Hay lo que se podría llamar, retomando el título del autor Sony Labou Tansi, un «paréntesis de sangre» en Ruanda. Durante más de 3000 años, tutsis y hutus, además de los twa que olvidamos con frecuencia y que representa el 1 % de la población, han vivido en armonía. Este paréntesis de sangre se produce justamente entre 1959 y 1994. Los historiadores han contabilizado una decena de masacres de carácter genocidiario en este periodo. Pero desde hace hoy ya 28 años esas matanzas han cesado. Como dijo François Mitterrand, «uno no se levanta una mañana para decir que el genocidio comienza hoy». Se formateó a la gente. Matar a un tutsi se había convertido en algo normal. Cuando fuimos allí, el ministro de Educación nos dijo que el Gobierno había previsto destruir todos los libros de historia propagandista de Ruanda que hablaban de la supremacía hutu tal y como la contaron los colonizadores. Más adelante, la justicia vería cómo juzgar. Era un genocidio de proximidad. En aquella época, había 120 000 personas en prisión por crímenes genocidiarios, con quizás otros 200 000 culpables sueltos. La justicia clásica era incapaz de juzgar. En el antiguo Ruanda, existía el Gacaca (tribunales populares en los barrios). Se hablaba, la gente confesaba, el culpable acababa por pedir perdón públicamente y cumplía su penitencia. Y la vida seguía su curso. Lo ocurrido llevó de nuevo a esta situación, y hay que reconocer que esto se ha realizado bajo el mando de Paul Kagamé.
África no sabía casi nada de este genocidio en 1994, mucho menos aún que Occidente. ¿Qué explica este hecho?
El rechazo a sí mismo. Los africanos cargan con el peso de una historia terrible. Nos han hecho sentir culpables, nos han enseñado a pensar que, en el fondo, ser africano es una maldición. Se oye hablar siempre de matanzas en Nigeria, República Democrática del Congo, Tigray, etc. Tenemos la impresión de estar constantemente manchados de sangre y en el caos. Mientras tenía lugar el genocidio de Ruanda, la gente decía que era África, tal como se la conoce. Hay dos frases: el presidente francés Mitterand decía que «en esos países, un genocidio no es nada»; el ministro Charles Pasqua dijo en el telediario que «el carácter horrible de lo que allí ocurre no tiene el mismo significado para nosotros». El egipcio Boutros Boutros-Ghali, secretario general de la ONU en aquella época, dijo que «en Ruanda, los hutus matan a los tutsis y los tutsis matan a los hutus». Nadie se lo tomó en serio.
Pero, ¿no es África responsable de esto por el hecho de haber sido, en cierto modo, una esponja de esas opiniones? Hablaba usted precisamente de autonomía de reflexión por parte de las élites.
Es tan cierto como que, mientras se llevaba a cabo el genocidio, la ONU era africana con un secretario general egipcio. Su adjunto, Koffi Annan, responsable de las operaciones exteriores de mantenimiento de la paz, era ghanés. En junio de 1994, la Unión Africana organizaba su Cumbre en Túnez, y Ruanda no formaba parte del programa. Nelson Mandela, que acababa de ser elegido en Sudáfrica y participaba en su primera Cumbre, dio finalmente la voz de alarma. En realidad, las élites han reducido a los africanos de a pie al silencio a través de la utilización de lenguas extranjeras, mientras que sus discursos revelan que se avergüenzan de sí mismos. Utilizan todo tipo de hipocresías y acrobacias para convencerse de que están orgullosos de ser africanos. Sin embargo, acaban siempre por añadir a ese orgullo un «pero».
En sus libros, usted nos habla en wolof. Pero hay quienes estiman –entre ellos, universitarios– que es inútil escribir en wolof porque de todos modos solo leen las personas letradas.
Esas personas no han entendido nada. Son solo idiotas que no merecen ni siquiera una respuesta.
Por otro lado, ¿puede decirse que es lo mismo leer en wolof que en francés, en términos de penetración del imaginario?
¡Imposible! Yo comencé escribiendo en francés, como Cheik Aliou Ndao. Cuando empecé a escribir en wolof, vi claramente la diferencia. Cuando escribo en francés en una sociedad donde, en el fondo, nadie habla francés, hay una distorsión para mí como escritor. Hay una gran divergencia entre la herramienta de trabajo y la lengua de la población, que acaba por debilitar el texto. No es de extrañar entonces que, en el fondo, la literatura africana en lengua extranjera, pese a los prestigiosos premios, no tenga tanto peso ni sea tan respetada. En definitiva, se escribe con palabras que no se entienden, que se extraen del diccionario, palabras frías. Cuando estás embelesado o enfadado, cuando quieres insultar, hablas sin querer en tu lengua materna. Es un reflejo, un sentimiento muy fuerte. Ocurre lo mismo cuando uno escribe.
Finalmente, ¿podemos vanagloriarnos de tener nuestra propia literatura?
Es la gran cuestión. Esa literatura que ha movilizado espíritus que se encuentran entre los más brillantes. El keniata Ngugi Wa Thiong’o escribe en kikuyo (lengua de la etnia epónima, mayoritaria en Kenia). Sostiene que la literatura africana escrita en lenguas europeas puede denominarse euroafricana o como queramos, pero no puede considerarse africana. Aunque los personajes, el marco, la historia, las situaciones, etc., sean africanos, solo será realmente africana cuando se escriba en nuestras lenguas locales. Cheikh Anta Diop y David Diop tienen una visión menos radical. Dicen que lo que hemos producido antes y después de la colonización forma parte de nuestra literatura. Pero es una literatura de transición. Ellos consideran lo que se ha escrito en toda la literatura, y la historia de nuestro continente se remonta a miles de años y no podría limitarse a cien años, un paréntesis histórico. Cheikh Anta Diop dijo incluso que esta literatura de transición es auténtica y de calidad, pero que está, no obstante, condenada a muerte. Este paréntesis se cerrará. Cabe señalar que, en Senegal, la literatura de expresión francesa se está extinguiendo. Muchas personas lo ignoran, pero aquellos que escriben en wolof o en pulaar tienden a ser más numerosos.
En sus textos, usted se fija siempre en el mundo real. ¿Qué es lo que explica esta postura?
Es bastante paradójico en mi caso. Yo entré en la literatura por dos puertas. Mi padre tenía en casa una gran biblioteca que yo leía mucho. Estaban también los cuentos que yo escuchaba. Entré por lo fantástico, pero más adelante quise adoptar ese mundo real. Debo decir que he leído mucho a los autores realistas, y ellos me han influenciado mucho.
Usted lo suponía: hay siempre una maduración previa a los grandes eventos. Hoy en día, cuando observa la actitud de nuestros jóvenes, ¿qué porvenir interpreta?
Las redes sociales son una extraordinaria revolución. Se han convertido en algo bastante molesto para los dueños del mundo que antes formateaban a los pueblos a su antojo. Hay una cierta democratización en un movimiento masivo y universal. Es cierto ahora, con su penoso lote de fake news y desinformación. Pero creo que lo más importante es que todo el mundo pueda acceder a la información. Necesitamos más Le Monde o New York Times para ciertas informaciones. Estos medios de comunicación ofrecen elementos de comparación para que uno mismo pueda analizar y distinguir las mentiras. La juventud africana ha encontrado un lema. Es lo que faltaba. Nuestra generación estaba muy marcada por el comunismo. En un momento dado, hubo un desconcierto ideológico. Pero, poco a poco, el mensaje panafricanista regresa. El ideal de panafricanismo cimienta las relaciones entre la juventud africana. Se habla cada vez más de la memoria de Frantz Fanon, Cheikh Anta Diop, Nkrumah, Cabral y todos aquellos líderes que no gustaban a Occidente. La diseminación de sus teorías pasa precisamente a través de las redes sociales.
Al leer Murambi, el libro de los huesos, tenemos la tentación de preguntar cómo su ética y sus cualidades periodísticas vencieron lo espectacular para poder dar ese tono tan sobrio.
Escribí esta novela como periodista y, al mismo tiempo, como novelista. Como decía, cuando fui a Ruanda, llegué con la idea de que los africanos se seguían matando entre ellos. Más tarde, comencé a escuchar. Ahí, el periodismo me ayudó. El periodismo escucha, aprende a escuchar. Lo aprendí en el CESTI[1]. A veces, me daba cuenta de las contradicciones en los relatos, pero no me otorgaba el derecho de reaccionar. Absorbí todo, y lo retoqué. Cuando se es escritor, se parte de su propia imaginación para crear el mundo real. Cuando se es periodista, se parte de la realidad para entrar en una dimensión imaginaria. Son dos procesos que pueden colisionar, y el choque puede ser desastroso. Pero cuando se trabaja bien entre los dos, uno parte de sí mismo hacia el mundo real. Se parte de Ruanda con la realidad de todos esos cadáveres que informan sobre la imaginación del ser humano. Más tarde, era necesario evitar entrar en el catastrofismo y el sensacionalismo. Ruanda era realmente espectacular. Se mató a personas de maneras verdaderamente atroces. Se produjeron incluso escenas de canibalismo. Hubo personas que mataron a su mujer o a sus hijos. Si se contaba aquello de forma cruda, se hubiera dejado al lector en su zona de confort y se le hubiera permitido decir «este Diop desborda de imaginación». Era necesario creer en la verdad de esos acontecimientos. Era preciso que el lector no creyera ni un segundo en las invenciones romanescas, sino que tuviera vergüenza de su humanidad. Y que, de algún modo, si tuviera que impedir algo así, no dudara en hacerlo. Esta es la razón por la que el libro es simple y muy sobrio. Lo escribí como el periodista que desea informar sobre todos los detalles del genocidio. Por último, la literatura inscribe el genocidio en el largo plazo. Existen películas y documentales. Los hemos olvidado prácticamente, aunque en su día nos marcaran. Pero 22 años después de la publicación de Murambi, el libro de los huesos, seguimos hablando hoy, en un rincón de Dakar. Y seguirá siendo el caso dentro de un siglo.
Su propósito es actual, en un periodo en el que la prensa es sensacionalista
Eso es. Pero hay que reconocer que, respecto a muchos otros países africanos, la prensa senegalesa no está motivada por la sangre y el sexo. Tenemos por costumbre criticarnos, pero hacemos muchas cosas bien. Ahora bien, hay mucho que decir sobre las relaciones entre periodistas y políticos. Es una situación muy triste.
Hemos conocido la escuela nocturna de Ousmane Sembène. Hemos visto que el arte ha llevado a cabo muchas revoluciones, sobre todo la música y la literatura. Hoy en día, teniendo en cuenta la vida del mundo, ¿no sería el momento oportuno para que el arte recupere ese noble lugar?
En un momento en que este mundo teme una tercera guerra mundial, que llegaría de mentira en mentira y de manipulación en manipulación para la salvaguarda de intereses, creo que los artistas son los más indicados para reconciliar al mundo. Artistas y escritores de todas las nacionalidades. Hablo del arte auténtico que incluye la noción de integridad. Los artistas de todos los horizontes y todas las generaciones captan la verdad profunda del arte, el sentido de la vida y el destino de la humanidad. Ellos pueden, de manera legítima, servir de salvaguardia.
¿Qué siente usted cuando oye que el nombre de Cheikh Anta Diop regresa con cierta frecuencia entre la joven generación?
Un enorme placer. Cheikh Anta Diop goza de una posteridad legendaria. Es también la prueba de que no se puede construir nada sostenible sobre la mentira. Si observamos los destinos de Leopold Sédar Senghor y Cheikh Anta Diop, vemos que Senghor lo tenía todo. Tenía el país, e incluso África. Tenía la gloria y daba la impresión de que la vida le trataba bien. Creo que lo merecía porque era un gran poeta. Cheikh Anta Diop, aislado en el IFAN[2], fue boicoteado y se le prohibió aparecer en televisión. Lo atacaron de forma progresiva. Le estaba prohibido dar clase en la universidad. Hoy en día, esa misma universidad lleva su nombre, al igual que la avenida que pasa por delante y la estatua situada en esa avenida. Pero lo más satisfactorio es que nuestros jóvenes, que nacieron en los años posteriores a su muerte, se proclaman como parte de su escuela. Transmiten la obra de Cheikh Anta Diop hasta el punto de organizar una marcha anual hasta su pueblo natal, Caytu, una ida y un regreso de 154 km por trayecto. Se van parando por el camino para sensibilizar a las poblaciones. Han iniciado una petición para impartir clases sobre la obra de Cheikh Anta Diop en la universidad. Este año harán la marcha hasta Mali, una distancia total de 1360 km. Me mandan fotos de estas marchas. Es el espíritu de Cheikh Anta Diop. Hay un malentendido aún presente entre él y el marxismo. Esas personas le respetaban, no obstante, aunque no estuvieran de acuerdo con él porque no hablaba de la lucha de clases. Pero cuando se produjo el hundimiento de las clases, se sintieron desesperados y buscaron otra vía por todas partes. Sin ser « cheikh-antaístas », se dieron cuenta de que se habían perdido algo. En febrero, ellos también fueron a Caytu. En el fondo, se quiere encerrar a Cheikh Anta Diop en la egiptología. Pero, aunque no hubiera escrito nada, seguiría siendo importante por su trabajo sobre el federalismo, las lenguas y por cómo alió ética y política. Esto también es generacional. Tanto Senghor como Mamadou Dia, Amadou Makhtar Mbow o Abdoulaye Ly, menospreciaron lo material. Esto debe inspirar a los jóvenes que se dedican hoy a la política y creen que, al elegir esta vía, ganarán millones de francos CFA.
[1] CESTI, o Centre d’Études des Sciences et Techniques de l’Information de la Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar, es el centro de formación de periodismo y comunicación que tiene por misión «formar a los periodistas y técnicos de la información capaces de trabajar en África y por todo el mundo, y evolucionar en un mundo de información y comunicación como expertos» (N. de la T.)
[2] IFAN es el Instituto Fundamental del África Negra, de la Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar (N. de la T.).
Entrevista publicada en el periódico senegalés Le Soleil, realizada originalmente en francés por Mamadou Oumar Kamara con imágenes de Ndèye Seyni SAMB y traducida al español por Inmaculada Ortiz Montegordo.