El denominador común de las tragedias que hemos visto estos días en el norte de África, el terremoto de Marruecos y la devastadora inundación de Libia (achacable al cambio climático) es que las tragedias multiplican exponencialmente su impacto mortal en las zonas de extrema pobreza
Están siendo unos días difíciles. La lectura de las noticias, a medida que vamos conociendo más detalles sobre lo que está pasando en nuestro vecindario inmediato, se hace más dura ante los extraordinarios fenómenos que se vienen sucediendo. El terremoto de Marruecos, primero, y las inundaciones en Libia, después, han sacudido al norte de África con un balance mortal absolutamente devastador.
Bien saben los lectores de estos artículos que vamos publicando que el cambio climático y sus efectos en África constituyen para mí y para la institución que dirijo, Casa África, un elemento de constante estudio, preocupación y ocupación. Hoy quería traerles una reflexión de lo importante que es que entendamos que el efecto del cambio climático en el continente africano ya está teniendo consecuencias devastadoras.
Quisiera, de entrada, dejar claro que no estoy achacando al cambio climático lo sucedido en Marruecos. Un terremoto es una cuestión puramente geológica, y lamento profundamente los terribles efectos que ha tenido, al tiempo que mando (y he mandado por los canales correspondientes) mi emocionada solidaridad con el pueblo marroquí.
Respecto a Libia, esa sí que es una tragedia directamente achacable al cambio climático, a la formación en el Mediterráneo de una tormenta, llamada Daniel, que constituye un fenómeno al que los meteorólogos han puesto nombre y al que deberemos ir acostumbrándonos: un medicane (un ciclón mediterráneo de gran intensidad). Llegaron a caer 414 litros por metro cuadrado en menos de 24 horas, y la ruptura de dos presas por el incremento del caudal acumulado provocó el desbordamiento y consiguiente inundación en la ciudad de Derna. Los testimonios que llegan de ella son abrumadores: a las dos de la mañana empezó a entrar agua, llevándoselo todo y a todos por delante. Edificios altos a los que el agua llegó con la fuerza de un tsunami hasta la quinta planta, con lo que puede llegar a comprenderse que las autoridades locales estén hablando de la posibilidad de que se llegue (hasta algunas fuentes que se superen) los 20 000 muertos.
Lo que sí creo que es importante señalar es que ambos fenómenos, tanto el terremoto marroquí como la inundación libia, por muy diferentes que sean, tienen un denominador común: la pobreza. La tragedia se ceba en los entornos de pobreza, en ciudades con edificios de escasa calidad constructiva, como en la zona del Atlas marroquí, o en la resistencia de presas como las de Derna (Libia) a las que un estado fallido y en conflicto desde hace años ha descuidado porque no había medios para hacerlo.
Nos vienen tiempos en los que el cambio climático va a producir fenómenos extremos como los vividos en Libia de forma muy frecuente. La semana pasada ya les contaba que África, lamentablemente y de forma desproporcionada, nos viene mostrando su escasez en la disposición de mecanismos para proteger a su ciudadanía de los riesgos climáticos, hidrológicos y meteorológicos de diferente índole a los que está sometida. Constituye una evidencia el casi inexistente sistema de vigilancia meteorológica y, esencialmente, de predicción y alerta temprana.
En artículos anteriores ya habíamos hecho referencia a las devastadoras situaciones derivadas del ciclón Idai, que fundamentalmente en Mozambique y otros lugares de países vecinos, en 2019, trajo consigo el fallecimiento de más de mil personas. Objetivamente, los desastres humanos y materiales originados por fenómenos meteorológicos adversos, incluidos los ciclones tropicales, las mareas de fuerte intensidad, las inundaciones y paradójicamente las sequías, dibujan cuadros desoladores que se convierten en desgarradores cuando afectan a espacios sin desarrollo, donde la pobreza impide a las personas estar a salvo o, tan siquiera, tener la capacidad de recibir el aviso para protegerse.
Ante el avance imparable de la emergencia climática, de manera objetiva es razonable pensar que el cuadro irá empeorando como consecuencia de las escasas acciones que en materia de mitigación se están poniendo en marcha, porque pocas son también las decisiones que se adoptan y aún menos los fondos que se consignan por muy pomposas que sean las cumbres y las declaraciones institucionales firmadas por presidentes e instituciones de todo el mundo.
África, en los tres últimos años, ha sufrido mayor número de inundaciones y muertes imputables a ellas que Norteamérica y Europa juntas. Un continente con un tan elevado número de países de renta baja como el africano debe atender con prioridad la supervivencia de sus habitantes en lo que a alimentación y mejoras se refiere, pero no debe dar la espalda a una innegable realidad: la falta de equipamiento para la predicción de fenómenos meteorológicos adversos y la propia capacidad tecnológica para afrontar las catástrofes una vez producido cada suceso extremo.
Un ejemplo a modo de referencia: comparemos el ciclón Idai que causó estragos en 2019 en Madagascar, Malaui, Mozambique y Zimbabue con el huracán Ida, que arrasó el este de los Estados Unidos. Ambos fueron fenómenos de categoría 4 con vientos de más de 200 kilómetros por hora. Mientras que los estadounidenses fueron alertados antes de que el huracán Ida tocase tierra, a las referidas poblaciones africanas el ciclón Idai les pilló por sorpresa, huérfanas de información. Resultado: en África más de 1000 fallecidos, cerca de 100 en los Estados Unidos.
En África faltan elementos tecnológicos para la previsión, la predicción inmediata y las alertas tempranas. Según la base de datos de radares de la Organización Meteorológica Mundial, en Europa y Estados Unidos se cuenta con 636 estaciones de radar para una población de 1100 millones de habitantes y una superficie de 20 millones de km2, mientras que en África se tienen contabilizadas solo 40 estaciones para 1300 millones y más de 30 millones de km2. La diferencia, como ven, es abismal.
No obstante, hemos de reconocer que existe voluntad de atajar esta injusticia. Conscientes de los referidos déficits, la Organización Meteorológica Mundial y las Naciones Unidas, a finales del pasado año 2022, acordaron en el marco del foro ‘Alertas Tempranas para Todos’ consignar 3100 millones de dólares para el equipamiento e instalación de sistemas hidrométricos en 30 países, entre los que se incluyen 13 países africanos.
En ocasiones, los europeos tendemos a presentar África como una unidad hidrométrica homogénea. África oriental experimenta temperaturas cálidas y sequías prolongadas, en nuestra vecina África occidental se vienen experimentando retrasos en el inicio de la estación húmeda, y tanto la frecuencia como la intensidad de los ciclones se ha incrementado al sur de Madagascar. La región del Sahel, a la que tantas veces hemos hecho referencia en artículos precedentes, y que objetivamente es la parte semiárida del África occidental y norcentral, acoge a decenas de millones de los ciudadanos más vulnerables del continente, con poblaciones desplazadas por enfermedades, conflictos, cambio climático, etc. Esa zona, con una vulnerabilidad notable, constituye una gran zona de riesgo en el continente.
Negar la necesidad de aumentar el número de estaciones meteorológicas de África es suicida. Se precisan equipamientos de vigilancia y creo que cualquier esfuerzo es importante para sensibilizar a las instituciones y, sobre todo, apoyar a los países africanos en su demanda de sistemas tecnológicos de alerta temprana que sean capaces de predecir no solo el tiempo que va a haber sino también cómo va a afectar a las poblaciones locales y qué debe hacer la ciudadanía en situaciones claras de emergencia.
Si Libia hubiese dispuesto de sistemas de alerta temprana desde hace tiempo, si hubiese dispuesto de planes de emergencia, si hubiese valorado el potencial daño que podría hacer una tormenta de tal calibre a sus presas… quizás hoy no estaríamos todos con las manos en la cabeza, en estado de shock ante el hecho de que, en una misma ciudad, en 2023, puedan haber muerto 20 000 personas a causa de una inundación.
Artículo redactado por José Segura Clavell, director general de Casa África, y publicado el 15 de septiembre de 2023 en Kiosco Insular y el 16 de septiembre en Canarias7.