Por Donato Ndongo-Bidyogo. Londres, febrero de 2018. El matrimonio Motsamai, ambos de 35 años, tramitaba renovar sus papeles cuando quedó atrapado en la maraña de una legislación xenófoba. Considerados ilegales, les arrojaron en un lóbrego centro para extranjeros indeseados; allí Nancy empezó a sentirse mal. No detuvo la implacable maquinaria la reclamación judicial interpuesta por su abogada contra la arbitraria decisión del Ministerio del Interior, y el 7 de marzo fueron conducidos a Heathrow para ser devueltos a Sudáfrica, su país. En el aeropuerto, Nancy se desmayó; lejos de socorrerla, la policía adujo que fingía para evitar la deportación: « dijeron que la esposarían de pies y manos, le harían ir caminando como un pingüino y le subirían al avión aunque tuvieran que cargarla », recordó Fusi, su esposo. Inconsciente en un pasillo, nadie se compadeció. Pasaron la noche encerrados en celdas separadas. Al amanecer, contó al marido que una sanitaria advirtió que la encontraba demasiado enferma para estar recluida, pero sus jefes ignoraron el dictamen. No quedaron libres: obligados a informar de sus movimientos mientras buscaban tratamiento médico, Nancy empeoró. Falleció de embolia pulmonar cinco días después. Su letrada comunicó el desenlace al departamento jurídico del Gobierno; dos semanas después llegó al móvil de Nancy un mensaje conminatorio, advirtiéndole de las penas en que incurría por eludir la orden de presentarse en la Oficina de Inmigración. Los burócratas pretextaron un “error del sistema automatizado no actualizado” que transmitió tan macabra notificación mientras la familia gestionaba, sin éxito, recuperar su pasaporte para enterrarla en su tierra. Regresó a Sudáfrica, muerta, tras intervenir su Embajada. Un atribulado y aturdido Fusi Motsamai declaró su incapacidad para comprender la inhumana civilización británica, que contrastó con la vitalidad solidaria demostrada por su esposa ante la comunidad en que vivieron y trabajaron durante más de una década, ratificada por su párroca, reverenda Lucy Brierley, quien se mostró “avergonzada por el sistema de expulsión de inmigrantes”. Escudadas tras su legalidad, las autoridades prometieron investigar. Pero el veredicto social era nítido: Nancy murió por ser negra.
Para el biólogo Craig Venter, padre del genoma humano, “la raza es un concepto social, no científico”. Invención humana, mera casualidad determinada por la geografía y el clima, según demuestran la Prehistoria, la Biología y la Psicología. Lo saben las adolescentes Millie y Marcia: “racismo es cuando te juzgan por tu color y no por quién eres en realidad”. Aunque mellizas, sus profesores de Birmingham las distinguen con facilidad: una adora los disfraces de princesa; la otra entusiasta deportista. Su imagen ilustró la portada del primer número que National Geographic dedicó a la raza: niñas de 12 años vestidas igualito pero con distinto color de piel. “Estas gemelas te harán repensar la raza”, anunció la revista. El amor de sus padres, los esposos Biggs, superó sus estereotipadas “diferencias”. Nacidas casi idénticas en 2006, el tiempo marcó las individualidades: Marcia, tez clara, ojos azules, pelo rubio como su madre Amanda; Millie, piel oscura, rizos negros de Michael; “pero ambas tienen mi nariz”, afirma el padre, ufano. Relata Amanda la reacción de los fisgones: la miran, escrutan alternativamente a sus hijas y preguntan si son gemelas; la respuesta afirmativa causa asombro: “¡si una es blanca y la otra negra!” Asiente, didáctica: “sí, por los genes”.
La Genética desmonta los prejuicios esparcidos durante siglos como justificación de atrocidades cometidas por la “raza superior” contra las “inferiores”, con el grado de intensidad de la melanina en la piel como único criterio. En lugar de atenerse a las evidencias científicas actuales, ciertos “caucásicos” del S. XXI se aferran a atávicas elucubraciones inoculadas por teóricos del racismo desde el S. XVIII, del sueco Carl Linnaeus al francés conde de Gobineau, consagradas por G. W. Hegel, cuya Filosofía de la Historia marca la relación de Europa con el resto del mundo. Coincidió su formulación con la formación del pensamiento nacionalista, la Revolución Industrial y la expansión imperialista, culminada en la Conferencia de Berlín de 1885 en que se repartieron África; su decisiva influencia sobre sus epígonos -núcleo del pensamiento occidental, transformado en Universal- conformó las actuales ideologías, conservadoras, liberales o marxistas, todas ancladas en el eurocentrismo: al no existir Historia fuera de Europa, las demás sociedades del Orbe carecen de cultura, moral, estética y cualidades intelectuales. De ahí la extendida noción del “salvajismo” de los “pueblos primitivos”, atribuido a los negros en particular. Peligrosa simplificación, germen de intolerancias y alimento espiritual de xenófobos, que nutre desde entonces políticas, costumbres y comportamientos.
El racismo persistente desde la esclavización de los africanos, en los inicios de la colonización de América a principios del S. XVI, pareció remitir tras la derrota del nazismo en 1945. Renace con ímpetu en Europa y Norteamérica bajo el pretexto de las migraciones, resultantes de las contradicciones de una globalización que impulsó la libre circulación de capitales, mercancías y materias primas mientras blindaba las fronteras para los seres humanos. Al contrario de cuanto propaga el falaz discurso caritativo, el problema de África no es la pobreza: en mayor o menor medida, sus 55 Estados poseen recursos suficientes para propiciar un aceptable bienestar a sus moradores. El problema es político: caracterizan al Estado poscolonial dictaduras longevas que institucionalizaron la cleptocracia, freno para el desarrollo, cuyas secuelas son miseria crónica, inseguridad e inestabilidad. En otras palabras: los intereses políticos, económicos y militares foráneos que las estimulan y amparan priman la estabilidad sobre la libertad. Cuando sus efectos no alteraban la tranquila rutina de los ciudadanos del Norte, al llegarles los ecos del “Tercer Mundo” en sordina, los percibían como lejanos fenómenos ajenos, propios de culturas extrañas en lugares de nombres y hábitos exóticos; bastaban asistencia y cooperación para tranquilizar las conciencias. Cuando se palpan en las esquinas de sus pueblos y barrios “coloreados” y tropiezan atónitos con menesterosos moros y negros, vivos o ahogados, se agota la empatía; tolerancia y compasión se vuelven recelo, miedo, rechazo. Si, según un estudio del profesor Nicholas Sambanis (Universidad de Pennsylvania, EE.UU.) “la oposición a la inmigración puede deberse a razones económicas provocadas por la competencia por empleos o por percibir la amenaza cultural que los inmigrantes representan para el país anfitrión al desafiar las normas dominantes y cambiar la identidad nacional”, sería fácil quitarle el cebo a los demagogos: bastaría reducir la lacerante brecha entre la prosperidad y libertad de las naciones industrializadas y las tiranías que perpetúan el subdesarrollo en los países productores de materias primas. Pero nadie plantea cambios tan racionales, ante la vigencia de los prejuicios racistas.
La inmigración pacífica es fuente de conflictos en el Norte al ser un pretexto razonable para reforzar nacionalismos excluyentes y sistemas totalitarios. Por eso, antes del fracaso de la razón, urge adoptar medidas que garanticen seguridad y sosiego para todos. Al ser imposible poner puertas al campo, el respeto es obligado en un mundo plural. Ningún muro o valla con concertinas frenará el trasiego humano, ser curioso y andariego al que no detuvieron los Océanos. La contención más eficaz es vivir con sosiego y cierta prosperidad en la propia tierra, viajando como turista. La emigración es un grito de protesta, el espejo que refleja el verdadero rostro de nuestro mundo. En lugar de contemplar inertes la progresiva radicalización del discurso racista, el incremento de la xenofobia y la banalización del colonialismo, los demócratas de toda latitud deben aunar esfuerzos para mantener la libertad y profundizar en la igualdad consagradas por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, única manera de impedir la reinstauración de la barbarie deshumanizadora que devuelva al ser humano a estadios cavernarios. Ante cuanto vemos, el sueño de Martin Luther King en Washington el 28 de agosto de 1963 -considerado el mejor discurso de la Historia- da sentido al aforismo de Calderón: «los sueños, sueños son». Necesario entonces recordarlo, pues espesos nubarrones ensombrecen el horizonte. Porque, con la inmigración como pretexto, los liberticidas proyectan de nuevo su espectro sobre la Tierra.
Donato Ndongo-Bidyogo nació en Niefang, Guinea Ecuatorial, en 1950. Escritor, historiador y periodista, fue director adjunto del Centro Cultural Hispano-Guineano de Malabo, delegado de la Agencia EFE en África central y director del Centro de Estudios Africanos en la Universidad de Murcia. Su extensa labor de difusión del africanismo en España es unánimemente reconocida y está considerado como el máximo impulsor de la literatura escrita en Guinea Ecuatorial.
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