Esta semana se publicaba en El País una tribuna de Andrew Morley, presidente de World Vision Internacional, avisando de que la infancia del Cuerno de África se enfrenta a unas perspectivas nada halagüeñas. El señor Morley se refería a Hannah, una chica de 16 años a la que conoció en la zona fronteriza entre tres países que están al borde de la crisis humanitaria: Kenia, Etiopía y Somalia. Hannah quiere ser médica, pero el ganado de su familia está siendo diezmado por una sequía tremenda, algo que puede significar que la saquen de la escuela e incluso la casen para garantizarle una estabilidad, alimento y cuidados. El caso de Hannah servía para ilustrar una realidad terrible: el número de personas que pasan hambre es hoy cuatro veces mayor que el del año pasado, antes de la guerra en Ucrania. Ese conflicto, sumado al cambio climático y los efectos de la covid, han multiplicado el riesgo de hambruna y puesto a gente como Hannah en peligro de mil formas diferentes.
El presidente de World Vision Internacional nos recordaba en su texto que el Cuerno de África está sufriendo una sequía inclemente: no ha llovido en tres temporadas y la vulnerabilidad de la población crece. Esta sequía no es una rareza. Los años difíciles para la región se acumulan, junto con los periodos de sequía en 2017 y 2018, además de la plaga de langostas que les amenazaba desde antes de que llegara a nuestras vidas la pandemia y de la que ya les he hablado en otras ocasiones.
La situación es terrible: el señor Morley subrayaba en su texto que las organizaciones humanitarias estiman que una persona muere de hambre cada cuatro segundos en estos momentos. El Banco Mundial afirma que los niveles de hambre de nuestro planeta son los más altos jamás registrados.
En otras ocasiones, ya he escrito sobre cómo la guerra en Ucrania nos hace a todos la vida más dura y afecta, especialmente, a nuestros vecinos africanos. Los precios de cereales, fertilizantes y combustibles han incrementado el precio de la comida y el transporte en todo el mundo, una situación de inflación galopante que ya venía de antes de la guerra, igual que el hambre o el cambio climático, pero que está logrando empeorarla a marchas forzadas y que visualizamos con unos indicadores de conflictos, hambre y migraciones que dan miedo.
Esta semana también he leído que el Banco Africano de Desarrollo (BAfD) estima que en África habitan 278 millones de personas que pasan hambre, ascendiendo la cifra total de personas que pasan hambre en el mundo, en estos momentos, a 828 millones. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) avisa de que podemos llegar a 310 millones en 2030.
Esta realidad choca con el hecho de que en el continente africano se encuentra el 65 % de las tierras agrícolas vírgenes del mundo, lo que significa que África podría alimentar a 9000 millones de personas en 2050, más de diez veces el número de seres humanos que hoy se ven privados de alimento. También choca con el hecho de que el continente africano importa cantidades astronómicas de alimentos, una situación fruto tanto de las circunstancias del mercado y el mapa geopolítico actuales como de la colonización y las dinámicas que heredamos de esa época. La imposición de monocultivos como café, cacao o algodón, que cubrían las necesidades europeas, pero no garantizaban la seguridad alimentaria en África, sigue pesando en la economía y la política de nuestros días. Al cóctel se añaden infraestructuras obsoletas, falta de inversiones y apoyo a la agricultura, los conflictos, el cambio climático y las recién llegadas covid y guerra en Ucrania.
Comencé este texto hablándoles del Cuerno de África, pero ahí no se concentra toda el hambre del continente africano. También perturba las vidas de muchas personas que viven en otras regiones sobre las que suelo escribir regularmente: el cercano Sahel y la cuenca del lago Chad. Recientes cifras de la ONU indican que 5,6 millones de personas están sufriendo una grave inseguridad alimentaria en países como Camerún, Chad, Níger y Nigeria, mientras que otros 18 millones pueden perecer en el Sahel.
El señor Morley concluía su tribuna afirmando que la respuesta a Ucrania ha sido un modelo de solidaridad y compromiso internacional y que sería un fracaso moral no asumir la misma actitud para alimentar y socorrer a gente que vive en otros puntos del planeta.
Creo que es la conclusión acertada y la línea de trabajo que deberíamos imponer a nuestros gobiernos e instituciones, tanto en la cuestión de la gestión de las migraciones como en la diligencia y el compromiso con crisis que llevan años desarrollándose ante nuestra mirada, sin provocar apenas una reacción en Occidente. Ucrania es, precisamente, el ejemplo a replicar en África.
La semana pasada nos enteramos de que en Etiopía se ha estado viviendo la guerra más mortal del siglo. Se estima que han muerto 600 000 civiles en dos años, muchos, en razón del bloqueo humanitario de la región de Tigray, a la que se atacó con armas convencionales y también con hambre y aislamiento. Etiopía está, precisamente, en esa región especialmente expuesta al hambre por el cambio climático, la sequía, el conflicto y las langostas. Esta semana nos enteramos de que se estima que el número de muertos civiles en Ucrania ascienda a 7000. Las comparaciones son odiosas. Siempre. E inútiles. Pero creo necesario recordar que una vida es una vida, en Etiopía o en Ucrania, y que la indignación y la acción no pueden ni deben partir del color de piel o de las coordenadas geográficas. Los avisos de hambre, migraciones y conflictos se multiplican desde hace años y las muertes en África no deben ni pueden cogernos por sorpresa. Es hora de imponer respuestas ucranianas a los problemas africanos y demostrar a nuestros vecinos que sus vidas y sus preocupaciones son parte de nuestras políticas e inquietudes. Debemos comprometernos en serio con ellos y con el resto del mundo, no solo con nuestro vecindario más inmediato.
Artículo redactado por José Segura Clavell, director general de Casa África, publicado en Kiosco Insular el 3 de febrero de 2023 y en Canarias7 el 4 de febrero de 2023.