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Refugiados por imperativo vital

Refugiados por imperativo vital
Campo de refugiados Rhino, Arua, Uganda. Imagen de Ninno JackJr en Unsplash
Campo de refugiados Rhino, Arua, Uganda. Imagen de Ninno JackJr en Unsplash
Campo de refugiados Rhino, Arua, Uganda. Imagen  de Ninno JackJr en Unsplash
Campo de refugiados Rhino, Arua, Uganda. Imagen de Ninno JackJr en Unsplash

El pasado mes de diciembre se celebró en Ginebra el I Foro Mundial sobre Refugiados, organizado por el ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones para los Refugiados). Participaron 3.000 personas y 750 delegaciones. Todos han quedado muy satisfechos con los 770 compromisos alcanzados para impulsar unas relaciones más estrechas entre los refugiados y quienes los acogen. Se acordó aportar casi 9.000 millones de euros para crear escuelas de formación a niños refugiados, impulsar nuevas políticas gubernamentales, resolver el problema de los reasentamientos, las energías limpias y un mayor apoyo a las comunidades de acogida.

Magníficos propósitos, cuyos resultados se evaluarán cuando se celebre la próxima cumbre en 2023. Y el asunto no es baladí, porque actualmente hay en el mundo 44 millones de personas desplazadas dentro de sus países y 26 millones refugiadas en países extranjeros. Las causas son las mismas: persecuciones sin cuartel, hambrunas, catástrofes naturales y sobre todo guerras.

Hay un hecho muy significativo: la mayoría de los refugiados se encuentran en el Tercer Mundo, por lo general en los países vecinos de donde proceden. En el verano de 1991 estuve en dos campos de refugiados mozambiqueños en Malaui, un pequeño país africano con poco más de 118.000 kilómetros cuadrados: uno en Nsanje, en el extremo sur del país que hace frontera con Mozambique a través del río Shire, y otro en Gambula, en el distrito de Blantyre. Los refugiados mozambiqueños en Malaui llegaron a alcanzar casi el millón.

Cuando llegué a Nsanje me impresionó ver a tanta gente mal vestida y descalza y a muchos niños vivaqueando entre tiendas saturadas de polvo montadas por el ACNUR y junto a chabolas de barro y palos. Algunos refugiados llegaron a Nsanje poco antes de 1986. Ese mismo año se sumaron otros 100.000. Se levantaron varios campos en la zona que acogieron a 300.000 personas, 220.000 de ellas en Nsanje.

Trabajaban en algunos de estos campos, además de la Cruz Roja Internacional, el ACNUR y varias organizaciones no gubernamentales, como Médicos sin Fronteras, misioneras y misioneros combonianos. Estos acompañaron a los refugiados desde Mozambique, cuando se recrudeció la guerra civil entre el FRELIMO (Frente de Liberación de Mozambique) y la RENAMO (Resistencia Nacional Mozambiqueña).

En Nsanje me comentó el misionero comboniano P. Emilio Franzolin: “Un refugiado es una persona que no solo ha perdido sus bienes, sino sobre todo sus costumbres y sus valores. Se encuentra fuera de su propio ambiente social, siente vergüenza de estar recibiendo comida por no poder trabajar, ve crecer a sus hijos de cualquier manera y los jóvenes no pueden programar su futuro porque todo es incierto. El refugiado es, por eso, la imagen viva de una persona que vive disminuida, alguien que, una vez superado el primer momento de pavor, después de haber escapado y salvado la vida, se pregunta: ¿Y ahora qué hago? Hace poco, el encargado de las Naciones Unidas me decía claramente que nuestro trabajo en el campo es la figura más cabal del ser humano solidario. Y es verdad, porque mi presencia entre ellos es un signo de solidaridad humana”.

El otro campo que visité estaba en Gambula. Había mucha menos gente y, quizá por eso, estaba mejor organizado. Las misioneras combonianas dirigían una escuela de corte y confección, a la que asistían ciento setenta mujeres que recibían, además, clases de alfabetización. Al mismo tiempo, se preparaba a algunas de ellas para que fueran después a otros campos de refugiados y formaran a grupos que enseñarían a otras mujeres refugiadas, tanto si eran cristianas como si no. “Esto es fundamental, me comentó una misionera, porque lo importante no es si unos son cristianos y otros no. Todos tienen una identidad común: ser refugiados. A partir de esta realidad hay que construir toda una vida”.

Otra misionera, que había trabajado en Mozambique durante veinte años, me aseguró: “Aquí la vida está muy infravalorada. Ni siquiera cuentan los que mueren, porque su muerte no tiene ningún eco en el mundo. Caen como la hierba, sin hacer ruido. Y esto no es justo. No se trata de analizar si la culpa de esta situación la tiene el Frelimo o la Renamo. Aquí hay todo un pueblo que sufre. Y esto es algo de lo que deben tomar conciencia quienes viven en el Primer Mundo. Los refugiados mozambiqueños solo desean volver a su tierra y vivir en paz”.

Después de mi estancia en estos dos campos de refugiados, los dirigentes del Frelimo y de la Renamo firmaron en Roma un acuerdo de paz, exactamente el 4 de octubre de 1992. Se puso fin a más de 15 años de guerra civil. Antes el pueblo mozambiqueño había sufrido otros diez años de guerra anticolonial. Los refugiados de Nsanje, de Gambula y de otros campos en Malaui volvieron poco a poco a Mozambique, en donde recomenzaron una nueva vida.

Este es realmente el objetivo de todos los refugiados: poder regresar cuanto antes a su propia tierra para reiniciar una existencia truncada por los conflictos armados y acabar definitivamente con una horrible pesadilla. Si antes son acogidos y atendidos con la dignidad que merece todo ser humano, como se ha puesto de manifiesto en Ginebra, no perderán nunca la esperanza de alcanzar ese sueño.

 

Gerardo González Calvo, periodista y africanista.

 

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