Para el filósofo Achille Mbembe, la lucha contra el racismo es, hoy más que nunca, una dimensión constitutiva de cualquier combate por la regeneración de lo viviente en su conjunto.
Nacido en Camerún en 1957, Achille Mbembe, filósofo y teórico del poscolonialismo, es en la actualidad miembro del equipo del Wits Institute for Social & Economic Research de Johanesburgo (Sudáfrica). En 2013, la editorial Editions La Découverte publicó su ensayo de gran repercusión, « Critique de la raison nègre »[1]. Comparte con nosotros sus reflexiones a raíz del extenso movimiento de indignación provocado por el asesinato, filmado en directo, de George Floyd.
La ejecución pública de George Floyd en medio de una pandemia mortal no es una simple coincidencia.
Ciertamente, la muerte de un hombre negro como consecuencia de la acción de un virus no es exactamente lo mismo que su defunción, con el espinazo doblado y la nuca quebrada por un policía blanco en las calles de una gran ciudad occidental.
Personas de todos los colores
Sin embargo, son dos fenómenos diferentes solo en apariencia ya que, pese a todo lo que los separa, el racismo antinegro siempre ha tenido una dimensión viral; y todo virus tiene, por definición, una dimensión eruptiva.
Puestos en relación, estos fenómenos son dos manifestaciones de la naturaleza casi patógena del momento actual y es quizá esta dimensión patogénica de nuestro tiempo lo que explica la ira y el sentimiento de duelo y pérdida que este evento ha suscitado en casi todo el mundo.
Aún deberán medirse las consecuencias políticas y culturales de estas movilizaciones. Pero el hecho de que un número tan grande de «personas de todos los colores» se hayan preocupado por algo que hace no mucho tiempo solo concernía a las comunidades racializadas[2], no carece de interés.
Entre las jóvenes generaciones en particular, son muchos quienes, de manera progresiva, están convencidos de que, pese a todas las refutaciones, el racismo existe.
No es un accidente, sino más bien un ecosistema concreto.
El racismo aprisiona cuerpos, imaginaciones y vidas, y no basta con retirar la palabra «raza» de la constitución para que el racismo desaparezca como por arte de magia.
Son muchos también quienes, poco a poco, comienzan a ser conscientes de que una «comunidad de riesgos» podría vincularles a los racializados puesto que ellos también están expuestos a la perspectiva de un mañana sin un porvenir seguro.
El fin de la duda sobre la realidad del racismo y su carácter estructural, así como la convicción de que el racismo representa una amenaza que va más allá de sus víctimas inmediatas constituye un desplazamiento virtual tanto en el plano imaginario como en el cultural y político. Aún queda por ver si ese desplazamiento abrirá realmente la vía a nuevas posibilidades de acción y reflexión y a dónde podrán llevar.
El porvenir-negro del mundo
El racismo no solo está motivado por la voluntad de discriminación, el levantamiento de muros infranqueables entre supuestas diferentes categorías de la humanidad, en resumen, el deseo obstinado de secesión o de confinamiento de las «razas envilecidas», de todos los «intocables» y de otras comunidades golpeadas por la ignominia.
La función suprema del racismo es privar a ciertas categorías de la humanidad de la propia vida, en su acepción más elemental, comenzando por el derecho a la respiración y la capacidad de moverse con libertad.
Esta redistribución desigual de las posibilidades de respiración y libre movimiento, y la consiguiente privación del aliento, tiende a afectarnos hoy a todos.
Es lo que llamábamos, hace ya algunos años, la universalización tendencial de la condición negra.
Al igual que el propio virus, no perdona casi a nadie, al menos en teoría y, frente a ella, hay cada vez menos protección, salidas o refugio.
Ni por parte del Gobierno nacional y la ley ni por parte de la justicia y el derecho, y menos aún por parte de los sistemas sanitarios y los dispositivos de seguros, protección o seguridad.
La movilización casi universal que hemos presenciado quizá no se hubiera producido si el virus no se hubiera ensañado tanto con las personas a quienes se les ha endilgado la marca funesta de la raza y sobre quienes, más allá de la clase, sexo o religión, tienen la impresión de haber sido abandonadas a su suerte.
Hoy, cualquiera que sea el color de su piel, sufren abandono y exclusión. Esto sucede en particular con las jóvenes generaciones.
A excepción del envilecimiento y la abyección, todos son Negros potenciales, es decir, clases de población amenazadas por el viejo modelo de gobierno a través de la abdicación y la indiferencia a la que solo los Negros fueron sometidos a lo largo de la Edad Moderna.
Porque nada de lo que le pasó a George Floyd es nuevo. Además, una de las funciones del racismo siempre ha consistido en encerrar a sus víctimas en un círculo infinito de accidentes aparentes.
La cuestión racial no es automáticamente soluble en la cuestión social
En realidad, lo que parece un accidente siempre ha formado parte de la estructura y la esencia. En Estados Unidos y en el Nuevo Mundo, fue la esclavitud. En otros lugares fue el colonialismo. Y, a menudo, ambos.
En esos contextos, el cuerpo negro siempre ha sido especialmente considerado como el de un animal, tanto para trabajos duros como para encomiendas.
En ambos casos, siempre se ha tratado de animales a los que había que quebrar la nuca y hacer doblar el espinazo. Porque se cree que su fuerza física y su capacidad de resistencia se encuentran en la nuca, y no en el cerebro.
De ahí la necesidad de comprimir el cuello, de hacer que pierdan el conocimiento y, eventualmente, asfixiar al animal.
En esa relación violenta hacia el animal reside la especificidad del racismo antinegro, donde se le puede asfixiar sin límites y sin rendir cuentas a nadie.
Lo que distingue al racismo de una simple relación de explotación de una clase social por parte de otra es la inscripción violenta de las personas de origen africano en una estructura de envilecimiento y abyección cuyo cenotafio fue la esclavitud.
Si la «cuestión racial» no es automáticamente soluble en la «cuestión social» es porque con el racismo nos enfrentamos a una clase de población atrapada en las redes de una indignidad tan bien construida como persistente, que se reproduce sin cesar, se ritualiza y se reitera a través de múltiples mecanismos de poder, así como en la práctica de la vida cotidiana y en una memoria que resurge siempre bajo la apariencia de una interminable actualidad.
Es por causa de la permanencia de esos mecanismos de estrangulamiento, de sofocación y de asfixia que, de casi todas partes, se eleva hoy el mismo grito unánime: «I can’t breathe», la exigencia aquí y ahora de un derecho universal a la respiración y, por consiguiente, al libre movimiento.
La dimensión viral del racismo
La humanidad acaba de salir del confinamiento y de una pausa involuntaria que nos ha impuesto no solo un virus sino un conjunto de eventos combinados y un ensamblaje de fuerzas dispares con dos rasgos.
En primer lugar, esas fuerzas se han desencadenado como consecuencia del modo en que hemos intervenido en el espectro de relaciones que nos vinculan a todo tipo de entidades humanas y no humanas que pueblan la Tierra.
Nuestro modo de manipular lo viviente y de intervenir en esas relaciones ha dado lugar a una destrucción incalculable de hábitats, de maneras de vivir y de crear sociedad en este planeta.
Muchas catástrofes futuras, crisis sanitarias y conflictos de todo tipo resultarán, en gran medida, de esta destrucción de los ecosistemas.
Olvidamos a menudo que el racismo ha sido siempre uno de los vectores dominantes de esta destrucción. Forma parte de las fuerzas geológicas que han hecho posible el advenimiento del Antropoceno.
Es por ello que el Antropoceno se caracteriza por el agotamiento no solo de los recursos naturales, sino también de las energías físicas y las capacidades psíquicas necesarias para la renovación de las formas de vida.
Al igual que el calentamiento global, el racismo está ligado a la lenta combustión de la Tierra y pone en entredicho la habitabilidad del propio planeta. Por ello, lo que importa no es su carácter sectorial ni las implicaciones, en general locales, que tiene. Las luchas cruciales de este siglo tendrán como objetivo la supervivencia a largo plazo de la especie humana en toda la superficie de la Tierra.
De la policía a la democracia
En ausencia de una resistencia organizada y de una robusta renovación del transnacionalismo, el período que se abre ante nosotros estará marcado por una corrupción avanzada de la democracia liberal y por la restricción generalizada de las libertades.
La democracia liberal ha aceptado el racismo desde hace mucho tiempo, pero no cabe duda de que sin democracia, las posibilidades de escapar de la tiranía racial disminuirán sin cesar.
Por lo demás, los brotes racistas no paran de multiplicarse a medida que el iliberalismo progresa.
La inmensa mayoría de los habitantes de la Tierra viven hoy bajo un régimen u otro de excepción.
En casi todas partes, el estado de emergencia ha sido objeto de prórrogas indefinidas.
En circunstancias normales, la suspensión del derecho común ya formaba parte del arsenal de leyes de seguridad, incluso en las viejas democracias occidentales. Con ayuda de la pandemia, nos encontramos hoy ante un auténtico desplazamiento de poderes.
Es significativo, desde este punto de vista, el aumento de los poderes de la policía y su militarización.
El uso de la fuerza y la práctica del secretismo han sido siempre consustanciales a toda teoría policial.
La institución policial es, en gran medida, el símbolo de la contradicción que, en la era de la seguridad, hace pedazos la democracia.
Se trata, por un lado, del imperativo de protección de las libertades públicas e individuales y, por otro lado, del imperativo de garantizar la seguridad del Estado y sus instituciones.
Sin embargo, en casi todos los rincones del planeta, la policía suscita hoy por hoy desconfianza, rechazo y hostilidad.
Cada vez más autorizada, incluso por ley, a cometer sin temor actos que infringen la ley común, la policía a menudo socava, a través de sus actos, los principios de legitimidad, consentimiento y transparencia sobre cuyas bases se fundamenta toda democracia.
Cuando recurre a la fuerza extrema sin riesgo de recurso de reposición, priva objetivamente a sus víctimas de la posibilidad de acceder a la justicia.
Eso suele ocurrir en las comunidades racializadas, para quienes cualquier policía puede ser potencialmente un delincuente disfrazado o incluso un asesino.
En un mundo donde es probable que los riesgos pandémicos del Antropoceno se aceleren, el poder por medio de la policía podría percibirse cada vez más como un agente patógeno.
La disrupción de los ecosistemas no solo ocurre por la propagación de los virus en la especie humana. El racismo antinegro en particular, ha sido siempre uno de los vectores corrosivos de destrucción de hábitats y de agotamiento de las energías físicas y psíquicas que la humanidad necesita para renovarse.
En estas condiciones, tomar conciencia de la dimensión viral de cualquier forma de racismo es extremadamente urgente.
La lucha universal contra los racismos es, hoy más que nunca, una dimensión constitutiva del combate por la regeneración de lo viviente en su conjunto.
[1] Editado en español por Ned ediciones: «Crítica de la razón negra» https://nedediciones.com/ficha.aspx?cod=2006. NDT
[2] Describe a las personas cuya categoría racial les hace sufrir el impacto del racismo. (El término en francés es racisée). NDT