De un tiempo a esta parte, desde estas costas nos sumamos a una serie de símbolos, mensajes y consignas que coreamos bajo el sol del verano. Centros comerciales abarrotados de banderas, pulseras, abanicos, gorros y productos varios multicolores made in China.
Banderas, corpóreos de las Administraciones públicas a la par de mociones institucionales en favor de la diversidad, se han convertido en tradición en nuestros municipios, islas y, sin faltar a la verdad, en toda aquella España que ha sabido modernizar su discurso y hacer de este país un mejor lugar para vivir. Esta conquista no se ha producido por un golpe de suerte. La protagonista, una palabra tan coreada como polisémica: activismo.
Los activismos sociales contemporáneos son fruto de un momento histórico occidental. En la etapa de finales de los 60 y principio de los 70, se producía “la gran revolución de las sociedades”, que, en palabras de Gramsci (1971), nos permite comprender cómo las transformaciones sociales profundas pueden ocurrir sin necesariamente recurrir a un cambio violento y radical. Entre ellas se incluían las grandes conquistas sociales y laborales: el voto de las mujeres, las jornadas de trabajo de 8 horas, el derecho al divorcio, etc. Estas, y otras, conformarían el ecosistema ideal para pensar en derechos humanos, libertades y un “yo-individuo”, que no individualista, al menos en aquel momento.
Entre tanto, en África se sucedían sangrientas luchas por su liberación de los diferentes poderes coloniales. Para Fanon (1952), estos dos lados de la línea eran la representación simbólica de dos mundos. Un fiel reflejo del momento histórico que vivíamos como comunidad internacional. El primero, avanzando hacia estadios ideales una vez que los derechos humanos básicos se encontraban solventados; y el segundo, arañando derechos para llegar a ser sujetos de derechos comunitarios. Individualismo y comunitarismo de un mundo a dos ritmos y un centenar de velocidades donde las luchas de unas y las legitimidades de las otras marcan una diferencia abismal, todas aportando desde su disidencia más original y radical hacia la conformación de discursos no hegemónicos.
De activismo y activistas nos tocará hablar en este artículo, no sin antes reconocer que la RAE, en su segunda acepción, la define como “2. m. Ejercicio de proselitismo y acción social de carácter público, frecuentemente contra una autoridad legítimamente constituida”. Si bien es cierto, los activismos no son exclusivamente sociales. Estos se han caracterizado por ser un movimiento organizado en función de la conquista del progreso social. Ecologismo, antirracismo, feminismo, antiespecismo, activismo LGTBI -comunitarista o pluralista-, han sido algunos de estos, donde la máxima se centra en la conquista, aumento, disfrute y consolidación de derechos sociales conseguidos.
La existencia de nombres propios de grandes activistas LGTBI+ en Occidente no es casual. Las constantes agresiones vividas por ciertos sectores de la población se materializaron con Marsha P. Johnson y Silvia Rivera como iniciadoras del movimiento LGTBI+ contemporáneo. Dos mujeres trans racializadas que, en 1959, en las revueltas de Stonewall-Inn, darían inicio a los Frentes de Liberación Sexual que se trasladaron a los Estados occidentales como paquete deseable. Lo primero sería la liberación, lo siguiente la conformación de asociaciones de gais por una parte y de lesbianas por otra. A principios de los 90, en Occidente, comenzarían las asociaciones mixtas LG y posteriormente se incorporaría la realidad transexual, la bisexualidad y el “+” que representa otras orientaciones e identidades de género más allá de las hegemónicas.
Al 28 de junio de 1959, con las revueltas de Stonewall-Inn, se sumaría el 17 de mayo de 1990, fecha en la que se retiraba la homosexualidad de los manuales de enfermedades mentales. Es por ello que con la conquista de derechos de las personas LGTBI+ no se generan exclusivamente climas festivos, sino que se conmemoran y recuerdan las ausencias producto de asesinatos, desapariciones forzosas, sufrimiento y resiliencias.
Lo que en Occidente es un pasado doloroso, en África es un presente lacerante.
El activismo LGTBI+ no ha dimensionado aún la cantidad de personas sin nombre que fueron cantera sobre la cual se ha construido ese muelle de libertad, diversidad y respeto. Es por ello más que necesario trabajar por la recuperación de la memoria, la solidaridad y la cooperación internacional para con nuestras compañeras y compañeros activistas africanos. Para quienes entienden el activismo visible, empoderado y militante, solo cabe recordar que esta lógica y procedimientos en la conquista de derechos sociales se produjo en una pequeña esquina del mundo: Occidente. Difícilmente puede [o debe] ser trasladada a otras realidades sin su correspondiente adaptación cultural.
Allende los mares, en latitudes donde la individualidad representa todo aquello que los derechos de los pueblos africanos entienden como no deseable, se “glocalizan” los activismos en general y los activismos LGTBI+ en particular, subvirtiendo estos hacia estructuras simbólicas que representan más fielmente sus orientaciones sexuales e identidades de género. A colación de esta recreación sexogenérica disidente, recuerdo a Yolanda, la protagonista de la novela de Luis Melgar “Los blancos estáis locos”, cuando cuestiona nuestras lógicas sacro santificadas frente a los patrones culturales de los bubis.
Los activismos LGTBI+ africanos, por tanto, están en constante recreación cultural centro-periferia, respondiendo a sus propias necesidades y significándose con causas que, en algunos casos, les son ajenas, de la mejor manera posible.
La visibilidad, en Occidente, es un valor en esencia con una frontera muy clara: los derechos humanos. Con una suerte de escudo protector sabemos que nuestras vidas no son expuestas si tenemos este salvoconducto en la mano. Esta seguridad empieza a resquebrajarse cuando se amenazan, también en Europa, los derechos y las libertades, pero ese es otro análisis que realizar. Esta seguridad no es la que cuenta el activismo LGTBI+ africano, donde hablar de invisibilidad y armarización es el marco ideal para garantizar, en primer lugar, su vida y la de sus familias, pero a medio plazo, la resistencia de activismos vivos, formados y conectados en diferentes redes de trabajo. Cuando hablábamos de realizar una justa traducción de las lógicas occidentales ante la adscripción de los activismos africanos, esto pasa por entender que existen tantos activismos como voces.
Hablemos de “los otros” dentro de África. En el continente vecino también encontramos hegemonías y diálogos centro-periferia, entre los que destacan países con fuertes acuerdos comerciales con España, países con fronteras naturales con Canarias y Estados con relaciones culturales a partir de la colonización. Pero, entonces ¿quiénes serían esos otros?
Para Occidente, existe un vacío de conocimiento de los Estados centroafricanos, entre los que destacan la República Democrática del Congo (RDC), Burundi, Chad o República del Congo, entre otros. En este análisis tomaremos dos países contrapuestos en relación a sus dimensiones. En la República Democrática del Congo y en Burundi sí existe un grupo de personas organizadas que realizan proselitismo y acción social de carácter público contra la autoridad legítimamente constituida. Activistas LGTBI+ que, aunque el poder burocrático de sus países sepa de su orientación sexual e identidad de género, son “tolerados socialmente”, ya que se encuentran bajo el paraguas de la prevención del VIH, la formación para prevenir la violencia o, en el mejor de los casos, por el trabajo con las mujeres.
La polisemia de la palabra activista cobra especial relevancia en contextos hostiles como los africanos, donde, en palabras de Appadurai (1996), se generan “comunidades imaginadas” que son formaciones sociales que emergen a través de la imaginación colectiva y que se sostienen a través de prácticas compartidas y una narrativa común. En este caso, mantenerse vivos y que las personas que sean atacadas puedan curarse para continuar existiendo. Estas comunidades, aunque no sean necesariamente geográficamente concretas, generan una sensación de pertenencia y solidaridad entre sus miembros basada en la identificación con una idea compartida de pertenencia y comunidad.
Las redes de trabajo desarrolladas por Occidente desde los 60 son actualmente de dimensiones globales, llegando a los Estados centroafricanos y estableciendo mecanismos de incidencia política y solidaridad entre los centros-periferias. Esto no es óbice para extremar cuidados en las visibilidades. ¿Quién restaura la seguridad de las personas activistas LGTBI+ durante tantas décadas viviendo desde el anonimato o una red segura de contactos? ¿Cuándo y cómo será el proceso de legitimidades de las luchas de los pequeños Estados no mediáticos y desconocidos para la hegemonía europea? ¿Es que acaso a los activismos LGTBI+ centroafricanos les cuesta, del mismo modo, dejar conocer sus historias por miedo a que sea esa la forma de minarlos? Interrogantes que nos permitirán acercarnos un poquito más a las periferias dentro de las ultraperificidades africanas.