Sudáfrica es un estado medieval caracterizado por una apabuyante desigualdad que hace coincidir la pobreza más absoluta con una riqueza flagrante. La codicia corporativa y personal es el dogma de la mayoría de estrellas de esta rutilante y relativamente nueva constelación. La superstición es omnipresente y la corrupción, endémica.
La sed de poder en pro del beneficio económico es la carta de presentación de un partido político que ha perdido su alma. Los antaño feroces sindicatos han sido ahora reclutados para la camarilla reinante. Incluso cuando las políticas responden a una buena intención, la corrupción sistémica de la propia puesta en práctica garantiza resultados cómicos o, a menudo, incluso trágicos. Y todo esto sucede mientras la tasa de desempleo roza lo increíble y la mayoría de la población está sumida en la pobreza.
No es sorprendente, pues, que los desposeídos y marginados se reúnan en montañas que contienen los metales más preciados del mundo fortalecidos por los cánticos de los hombres-medicina y los extraños hechizos sangoma, afilando sus lanzas y pangas, preparándose para un asalto contra el poder reinante.
Habiendo desmembrado a algunos oponentes en un rito de purificación en los prolegómenos de la tragedia, prepararon el escenario para el caos. Nadie tuvo la previsión de entrar en contacto, hablar, intentar convencer, calmar o hacer nada de lo necesario para evitar la debacle.
Comprensible, pues, que la policía –enormemente corrupta, mal dirigida y de gatillo fácil– disparara en ese momento con fuego real contra las hordas atacantes. La recién nombrada directora general de policía, carente de cualquier experiencia en la política, anunció después de los hechos que defendía la respuesta policial. Cualquier intento de negociación o incluso de respuesta basada en métodos no letales de control de masas brilló destacadamente por su ausencia. Días después del acontecimiento eran frecuentes los rumores de tortura y continuo acoso policial contra los mineros. Mientras, la corporación minera se veía enredada en una crisis de comunicación.
¿Y qué podrían decir ante una disparidad de salarios que remunera a aquellos que se juegan la vida y la integridad física contra la roca con 5.000 rands (474 euros) al mes o una cifra parecida y a los altos ejecutivos con 800.000 rands (más de 75.000 euros) al mes aproximadamente?
Claramente, los tan cacareados sueldos pagados a los directores de recursos humanos, relaciones públicas, control de riesgo, seguridad y sanidad, y carteras adyacentes han sido desperdiciados dado su fracaso colectivo a la hora de afrontar la incipiente tragedia.
Tampoco nos puede sorprender, pues, que al gobierno –enredado en sus propias batallas de poder y con una gestión corrupta que evalúa, decide y otorga concesiones y concluye acuerdos basándose en la cantidad de los márgenes de beneficio para el partido y los personajes implicados– le pillara el acontecimiento durmiendo la siesta y tras ignorar las señales de alarma que condujeron al desastre de Marikana.
¿Dónde estaban los líderes sindicales? ¿Dónde los capaces conseguidores y los hábiles negociadores de antaño? En ninguna parte. Lo que vimos fueron sindicatos rivales compitiendo por ganar afiliados y sumidos en luchas intestinas, con las filas de los líderes sindicales (ahora son uña y carne con el gobierno) jugando por un trofeo mayor que incluye poder y dinero mientras las bases y los afiliados están destinados a una relativa penuria.
Aún hay más ingredientes en este caldero de locura: antiguos héroes en la lucha (incluso exsindicalistas) son ahora grandes propietarios y tienen asientos en las comisiones directivas de las mismas corporaciones que cabildean mientras los enfurecidos trabajadores planean el Armageddon.
Lo que está claro, sin embargo, es que las líneas de las clases sociales se están redefiniendo y que ésos que exigían el manto del liderazgo desde los oprimidos, desposeídos y los trabajadores han entregado ahora su atuendo ceremonial. El emperador y sus cortesanos están desnudos.
Esto se desarrolla con un transfondo de pobreza, desempleo, depauperización de los servicios y el desencanto de una juventud dirigida por unos rollizos y veteranos oportunistas que discutieron el poder, el control y las maquinaciones del dinero a sus antiguos poseedores.
Desearía que fuera de otra forma, pero, ay, esta locura medieval parece haberse establecido para largo. Al mismo tiempo que las plañideras de sillón lamentan el statu quo sobre otra copa de cognac, se ha alcanzado un momento crítico. Es sólo cuestión de tiempo que la cosa se ponga más fea. Mientras tanto, la comisión de investigación investigará e informará sobre la masacre, el papel de los sindicatos, la empresa minera, la policía y el gobierno.
Lo que se necesita, sin embargo, es una comisión de investigación sobre el estado de la nación, pero eso volcaría el proverbial carrito de manzanas en la plaza del mercado de este reino medieval. Y necesitaremos una acción ambiciosa, adecuada y desinteresada para evitar una revolución.
Sería adecuado recordar los gritos de guerra de dos famosas revoluciones que citaba un reciente artículo de The Spectator –una al principio del siglo pasado y otra al comienzo de este siglo–, Rusia en 1917 y el Egipto actual: “pan, paz y tierra” y “pan, dignidad y justicia social”.
Los emperadores políticos, sindicales y empresariales de nuestro reino medieval harían bien en recordar las lecciones de estos acontecimientos. El artículo de The Spectator contiene otra cita: “Cuando las masas no tienen nada que perder, lo pierden”. Mejor será que todos tengamos cuidado.
Artículo escrito por Ghaleb Cachalia, asesor y empresario sudafricano
[box type=”info”]Accede a Kuwamba para eer el artículo original en inglés[/box]
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