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Viajamos a… Botsuana: el delta del Okavango

Viajamos a… Botsuana: el delta del Okavango
Hipopótamo en el delta del Okavango (imagen de Matthew Verso)
Hipopótamo en el delta del Okavango (imagen de Matthew Verso)
Hipopótamo en el delta del Okavango (imagen de Matthew Verso)
Hipopótamo en el delta del Okavango (imagen de Matthew Verso)

Hay ríos que mueren en el mar, cursos de agua que recorren kilómetros y kilómetros por la tierra, engordando, aumentando su caudal, para liberarlo en el océano. Hay otros que desembocan en lagos, en otros ríos… Pero hay otros, muy pocos, que desafiando lo establecido acaban vertiendo sus aguas en las arenas del desierto, tierra adentro, desapareciendo, esfumándose como por arte de magia.

Esto es lo que le ocurre al río Okavango, 1.600 kilómetros después de nacer. Tras brotar en el sudoeste de Angola (donde tiene el nombre de Cubango), gira hacia el este, alejándose del mar, iniciando su recorrido a lo largo de la frontera entre este país y Namibia (conociéndose entonces ya como Okavango) para ir a morir a Botsuana. Bien lejos del Atlántico y del Índico, en mitad del cono sur del continente, creando el mayor delta interior del mundo.

Es el Kalahari el que acoge las aguas del río, especialmente en los meses de julio y agosto, poco después de entrar en Botsuana por el norte. La imagen aérea del fenómeno es sensacional: en mitad de la aridez reinante, de tierras pálidas y luminosas, lenguas de agua tiñen de verde su recorrido hacia el sur. Parece un árbol sin ramas cuyas raíces avanzan infructuosamente hacia ninguna parte. Es tal la dimensión del delta (16.000 km cuadrados, algo mayor que la superficie de la provincia de Huesca) que habría que subir en un satélite para ver esto con precisión, pero el vuelo que se puede hacer en avioneta desde Maun ayuda a hacerse una idea magnífica de lo que allí ocurre.

El río avanza perfectamente ordenado, encauzado, formando una ancha ribera hasta llegar a la altura de Sepupa, lugar donde todo se desordena, se desborda. Es aquí donde empieza el delta interior, donde el río se bifurca en mil y una rutas diferentes (más cuanto mayor sea el nivel de agua ese año) creando un laberinto de islas, ríos, riachuelos, regueros, regatos… que decenas de kilómetros más tarde se esfuman, desaparecen.

Desde Boro parten los mokoros por el delta (© Strubell/Martínez-Pantoja)
Desde Boro parten los mokoros por el delta (© Strubell/Martínez-Pantoja)

Este es un sitio muy bueno, al igual que la cercana Serongo, para empezar a conocer el delta transportado en una mokoro, las pequeñas piraguas construidas tradicionalmente a partir de un tronco de árbol. Un barquero situado en la parte trasera nos empuja fácilmente con una pértiga de entre cuatro y cinco metros a través de canales anchos. El delta empieza a abrirse allí y las miles de ramificaciones que toma aún no se aprecian tan bien como en el otro famoso lugar: Maun, situado en el extremo suroeste del delta.

Autodenominado como “la puerta del delta del Okavango”, Maun es uno de los lugares más turísticos del país. Pero eso, en Botsuana, es casi hasta bueno: mucha oferta, muchos campamentos diferentes para alojarse, bancos y restaurantes decentes, muchas actividades… La concentración de turistas es tan escasa y los hoteles están tan separados unos de otros a lo largo del río que a veces cuesta creer que estemos en un lugar realmente turístico, más aún si lo comparamos con la costa de España.

Este es un gran punto de partida para hacer una excursión de dos o tres días en la piragua. Cada una admite un máximo de dos personas y el remero, que hace las veces de guía. Una cooperativa es la que gestiona todos los viajes en mokoro, estableciendo rotaciones entre los remeros para beneficiar a toda la comunidad. Las tarifas son estándar por día, una parte de las cuáles va a un fondo común para mejoras en la comunidad. La idea es que el beneficio se reparta equitativamente.

Desde Maun, nos trasportan en una barca a motor por uno de los riachuelos hasta Boro, el punto de partida.

[quote]A partir de ahí entramos en el reino del agua, del silencio, de la cámara lenta. [/quote]

Sentados en el suelo de la barca, avanzamos por lenguas de mansas aguas, casi quietas, totalmente transparentes pero con una coloración rojiza. El agua queda muchas veces camuflada por la vegetación que invade el lecho y su superficie y en ocasiones el barquero inventa el camino, empujándonos por encima de los juncos y nenúfares, sin demasiada dificultad.

En el horizonte, en las islas señaladas por los árboles (palmeras, ébano o el curioso árbol salchicha) no tardan en aparecen pájaros (martines pescadores, garzas, águilas) y algún antílope. Pero para ver animales más grandes aún tenemos que adentrarnos más en el delta y buscar tierra firme. En alguna de las miles de islas que componen el delta es donde viven los grandes mamíferos. El agua, y más en mitad del desierto, es vida y por ello el delta es uno de los mejores lugares de la región para verlos.

Contrario a lo que muchos creen, el agua del delta no desaparece por abajo, no se filtra. Bueno, no toda. Se estima que tan solo el 2% pasa a formar parte de los acuíferos que hay en la zona. La gran mayoría se evapora (el 36%) o transpira (el 60%) consumido por las plantas que nacen y viven gracias a ella. El resto fluye al lago Ngami, en la parte suroeste del delta.

Varias horas más tarde paramos en un islote, donde instalaremos el campamento. Tras otear el horizonte, Botsualo, nuestro guía, nos autoriza a bajar para instalar las tiendas de campaña e iniciar una caminata al atardecer. “No tenéis que preocuparos, en esta zona del delta no hay depredadores” nos dice cuando ve nuestras caras, entre asustadas e ilusionadas por caminar por esa zona. Normalmente en los parques naturales no se puede caminar pero en zonas determinadas, con guía sí. Esta es una. Sigilosos avanzamos reconociendo enormes pisadas de elefantes y excrementos de monos, hasta una zona de pastos donde varios grupos de cebras, ñúes y antílopes pastan a sus anchas. Descubrimos un esqueleto de jirafa. Más lejos, junto a un enorme baobab, un elefante solitario. No podemos acercarnos demasiado pero el estar allí, sin la protección del coche, en plena naturaleza, en su terreno, es una sensación maravillosa y liberadora a partes iguales. A medida que cae el sol nos retiramos. Aunque sea la mejor hora para observar los animales tenemos que regresar al campamento, a encender el fuego y cocinar la cena. No hemos hecho ningún esfuerzo, pero la naturaleza en estado puro parece que hace entrar el hambre.

Tras la cena, la humedad de la noche trae el frío a nuestros huesos aunque por suerte tenemos las ascuas para calentarnos. En el silencio casi total cualquier ruido es perceptible, así que nos quedamos mudos al oír, a apenas unos metros de distancia, ruido de agua, pisadas en barro, ramas rompiendo, árboles zarandeados… “No os mováis ni encendáis ninguna luz”, nos dijo Botsualo dejándonos solos mientras salía a mirar, sigiloso. Dedujimos que un ruido así solo podía ser un elefante. A medida que se alejaba el ruido el guía regresó con un enorme palo en la mano. “Los elefantes son los animales más peligrosos. Solo duermen 3 ó 4 horas y siguen paseándose por la noche. Y pueden no ver tu tienda de campaña y…” nos dijo, dejando la frase inacabada. “Una vez”, prosiguió, “para espantar a uno tuve que golpearlo porque se había metido, muy molesto, en un campamento, donde teníamos antorchas”. Así es, en el delta, durmiendo en algún islote, no hay vallas ni protecciones. Es pura naturaleza, su territorio, esa es la belleza. Y algo así no tiene precio.

Itziar Martínez-Pantoja es psicóloga. Pablo Strubell es economista y gerente de la Librería De Viaje y socio de la Sociedad Geográfica Española. Es autor del libro Te odio, Marco Polo. Ambos han recorrido durante un año África en transporte público, desde Sudáfrica hasta Marruecos por la costa atlántica, visitando 14 países en el camino. El relato de su viaje se puede encontrar en www.africadecaboarabo.es

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