La reconciliación entre Etiopía y Eritrea, cuyos gobiernos mantenían un contencioso fronterizo desde el fin de la guerra de dos años (1998-2000), ha rebajado la tensión en una región de gran interés estratégico. En unas semanas, Etiopía y Eritrea han reabierto sus respectivas embajadas, restablecido las conexiones aéreas y telefónicas, abierto puestos fronterizos y abandonado el lenguaje beligerante de antaño. La paz se firmaba en Yeda, el 16 de septiembre, en un encuentro entre el primer ministro etíope Abiy Ahmed y el presidente eritreo Isaias Afewerki, bajo la tutela del rey saudí Salman. Un día después, también en la ciudad saudí, Afewerki hacía las paces con el presidente de Yibuti, Ismail Omar Guelleh. El conflicto entre Eritrea y Yibuti se remontaba a 2008, con la ocupación eritrea de Ras Doumeira, una zona fronteriza en litigio en la que los dos países libraron una breve guerra.
El acuerdo entre Etiopía y Eritrea, una de las mejores noticias en años en África, no habría sido posible sin otro acontecimiento, que no ha recibido la atención merecida: la llegada al poder de Abiy a finales de marzo. Abiy fue elegido por la coalición en el poder, el EPRDF (Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope), para sustituir en el cargo de primer ministro a Hailemariam Desalegn, que dimitió por su incapacidad de frenar las protestas, masivas desde hacía más de un año entre las comunidades oromo y ahmara.
Desalegn había llegado al cargo en el año 2012, a la muerte de Meles Zenawi, el carismático líder del TPLF, el Frente de Liberación del Pueblo Tigre, la guerrilla que derrocó en 1991 al régimen prosoviético de Mengistu Haile Mariam. En los seis años de primer ministro, Desalegn mantuvo las líneas maestras de su predecesor: una política económica desarrollista, que ha atraído cuantiosas inversiones foráneas; una estrecha alianza con Estados Unidos, que considera al régimen etíope como su mejor aliado en el Cuerno de África; una relación intensa con China; una tutela de Somalia, en ejercicio del papel que se asigna de potencia regional; una enemistad con el régimen eritreo; y un control de la vida política. Con Desalegn, el crecimiento económico no bajó del 10% anual; se inauguraron grandes infraestructuras, como el metro ligero de Addis Abeba y el tren a Yibuti, construidos por empresas chinas; y mejoraron los parámetros sociales. Sin embargo, a pesar de decretar el estado de emergencia, el primer ministro fue incapaz de desactivar el descontento, sobre todo de oromos y amharas, ante la asfixiante hegemonía del ERPD, en manos de la minoría tigré.
Con el fin de poner fin al bloqueo político, que amenazaba la estabilidad de un país de “nacionalidades y pueblos”, según la constitución, los dirigentes de la Organización Democrática de los Pueblos de Oromo y del Movimiento Democrático Nacional Amhara, que forman parte de la coalición en el poder, se aliaron para nombrar a Abiy, un oromo, y apartar a los tigré, que habían dominado desde 1991. El cuarto partido de la coalición, el Movimiento Democrático de los Pueblos del Sur de Etiopía, tiene escaso protagonismo.
Abiy sorprendió por su valentía al liberar a los presos políticos, cerrar el centro de detención de Maekelawi, permitir el retorno de exiliados, suspender el estado de emergencia, levantar las restricciones a Internet y anunciar elecciones plurales en el 2020. En economía, defiende una mayor liberalización, con la venta de parte del sector público.
La “transición democrática” emprendida por Abiy, un político que es comparado con Nelson Mandela por Addis Standard, un diario en inglés de la capital, se puede encontrar con la resistencia del TPLF, una formación en su origen marxista leninista, cuyo acusado carácter se forjó en los duros años de guerra en las montañas del Tigray. De momento, Abiy ha superado la primera prueba al ser nombrado presidente de la coalición en el congreso celebrado a principios de octubre en la localidad sureña de Hawassa. Abiy obtuvo 176 votos de los 177 delegados, mientras que el aspirante presentado por el partido tigré, Debretsion Gebremichael, solo consiguió 15 votos. Otro reformista, el viceprimer ministro, Demeke Mekonen, amhara, fue elegido vicepresidente.
Que Abiy haya obtenido el apoyo de los congresistas tigrés no significa que su proyecto despierte entusiasmo. Podría tratarse, tan solo, de una decisión estratégica del TPLF, cuyos dirigentes mantienen el secretismo de la etapa clandestina, de lucha en el Tigray. Esperarían, pacientemente, a que el primer ministro se estrellara para intentar retomar el poder.
El nacionalismo tigré, que ha perdido el protagonismo de los últimos 27 años en una república heredera de un imperio centralista, parece estar a la espera de acontecimientos. En cambio, el nacionalismo oromo se muestra reivindicativo, aunque dividido, en busca de su lugar en un país que les ha marginado a pesar de ser, por demografía, la primera comunidad. Abiy ha hecho gestos, como permitir el retorno de los exiliados y sacar al Frente de Liberación Oromo (OLF) de la lista de organizaciones terroristas. Unas medidas elogiadas por un amplio sector del nacionalismo oromo pero rechazadas por una minoría, que hizo estallar, en junio, una bomba cerca de la tribuna en que intervenía el primer ministro.
En el acuerdo con Eritrea, una apuesta personal de Abiy, ha sido decisiva la mediación de la monarquía saudí y los Emiratos Árabes Unidos, que habían incrementado sus inversiones, y por tanto su influencia, en la región. Es una victoria de la diplomacia saudí, en busca aliados en su enfrentamiento con Qatar y con parte de la comunidad internacional por su intervención en la guerra del Yemen.
El segundo ganador del acuerdo de paz es el presidente eritreo. Poco trasciende de uno de los regímenes más herméticos del mundo, más allá de sus continuas proclamas nacionalistas y la represión de cualquier manifestación de disidencia, incluso en el seno del propio partido en el poder, el Frente Popular por la Democracia y la Justicia (PFDJ). Liberado de la presión que suponía mantener el estado de guerra con Etiopía, Afewerki podría recortar el tiempo de servicio militar obligatorio, ahora indefinido, uno de los motivos de la huida masiva de los eritreos. A cambio de la paz, habría sacrificado a sus aliados de conveniencia, los shebab somalíes, y grupúsculos de oposición en Etiopía y Yibuti. El establecimiento de relaciones diplomáticas con Somalia sería la certificación del fin del apoyo eritreo a los islamistas somalíes.
A diferencia de Etiopía, que inicia una transición democrática no exenta de riesgos, en Eritrea no se vislumbran signos, al menos perceptibles desde fuera del reducido núcleo de poder, de que Afewerki vaya a emprender una apertura del régimen. Al contrario, el presidente podría salir fortalecido por el previsible levantamiento de las sanciones internacionales.
Antoni Castel es doctor en Ciencias de la Comunicación y licenciado en Historia. Miembro del Grup d’Estudi de les Societats Africanes (GESA) de la Universitat de Barcelona