En una tribuna que publica RFI (www.rfi.fr), Achille Mbembe, profesor de historia y de ciencias políticas en la Universidad sudafricana de Witwatersrand, hace un llamamiento a África para «una gran transición» tanto social como política y económica que permita garantizar su supervivencia y la seguridad de sus habitantes.
Esta tribuna —al igual que otros puntos de vista de expertos, pensadores, artistas o deportistas— se publica en el marco de las jornadas especiales «Después de la COVID-19 ¿un nuevo mundo?»[1] los días 8, 9 y 10 de mayo en las antenas de radio y digital de RFI.
En estos momentos, nadie puede decir con exactitud cómo acabará la tragedia que estamos viviendo y lo que surgirá de esta situación es todavía más confuso. No obstante, a pesar de la incertidumbre, al menos sabemos algo.
Se está estableciendo un nuevo ordenamiento mundial y nuevas relaciones de poder, y en breve se materializarán otras fisuras geopolíticas. África debe organizar cuanto antes una «gran transición» para garantizar su supervivencia, su seguridad y la prosperidad de sus habitantes.
Para ello hay que comprender que el drama que estamos viviendo es más que una crisis sanitaria. En efecto, hace ya mucho tiempo que un gran número de investigadores, científicos y otras autoridades no cesan de advertirnos que la humanidad ha alcanzado un punto crítico y que el planeta se acerca a graves desajustes.
Este desajuste, tal y como se ha predicho sin cesar, no será una simple crisis como las que se han conocido hasta ahora sino que agotará los recursos puesto que lo que está en peligro desde hace ya tiempo es el equilibrio de los procesos naturales del planeta.
Y es ahí donde nos encontramos. O casi.
A lo largo de estas semanas de confinamiento hemos tenido la oportunidad de constatarlo: son los propios motores del mundo los que se han visto afectados. Estos motores no son solo las fábricas y factorías, las infraestructuras y la logística, en resumen la economía abstracta frente al mundo de los seres vivos que son, en primer lugar, los seres humanos, la población humana, pero también el conjunto de la biosfera, desde las especies vivas a los metales de todo tipo, de los bosques a los océanos, de los patógenos a todo tipo de microbios. Todos ellos son motores de vida, empezando por el aire que respiramos, cuya luz de alarma ya se ha activado.
Lo más grave es, sin duda, la rapidez con la que la humanidad está destruyendo la capa de ozono. Lo es también la alta concentración de dióxido de carbono, óxido nitroso y metano en la atmósfera. ¿Y qué decir del polvo que permanece en el ambiente, de las emisiones de gases tóxicos, de las sustancias invisibles, de las finas granulaciones y de todo tipo de partículas? Dentro de poco habrá en el aire más gas carbónico que oxígeno.
Por lo que respecta a África en particular, lo más grave es la disminución de la población de peces, la degradación de los manglares, el aumento de los flujos de nitrato y la degradación de las zonas costeras. Lo son también la liquidación de los bosques, el esparcimiento agrícola, la artificialización de las tierras, la pérdida de especies raras, en resumen la destrucción de la biosfera.
Nada de esto es fruto del azar. Al contrario, es consecuencia ineluctable de un modelo de extracción y de despilfarro de la riqueza de la Tierra que solo es capaz de sobrevivir gracias a la combustión constante e ininterrumpida de carburantes fósiles, y en un dispositivo técnico e industrial planetario formado por interconexiones globalizadas.
No obstante, la humanidad no sobrevivirá si continúa funcionando sobre una base de combustión continua de masas gigantescas de energía que hay que buscar cada vez más profundo en las entrañas de la Tierra. Un modelo así solo tiene una finalidad, que es una artificialización cada vez mayor de la existencia. El virus es simplemente un síntoma de esta carrera desenfrenada hacia el vacío.
Necesitamos hacer una pausa, abrir los ojos, despertar y ampliar el horizonte. Si no lo hacemos, el mañana será simplemente la repetición de lo que fue ayer. Lo que África necesita es una «gran transición».
Hay que arremeter completamente contra la lógica social, política y económica de extracción y depredación. La prosperidad no es sinónimo de sangría ilimitada del cuerpo humano y de las riquezas materiales, sino más bien de calidad de las relaciones sociales, sobriedad y simplicidad.
En la actualidad, lo prioritario es la desaceleración y la «desadicción», y ello implica que debemos elaborar juntos, a pequeña escala, acciones de relocalización de la economía. Esta nueva economía debe avanzar en el sentido de las necesidades locales, las esenciales, y es mediante la satisfacción de esas necesidades que recuperaremos la dignidad perdida. Para rehabilitar la dimensión local es preciso incentivar las prácticas «territorializadas» de resiliencia que abundan en el continente.
África ha desarrollado, especialmente desde el siglo XIX, formas híbridas de organización tanto a nivel de producción como de intercambios. Esto no es una debilidad sino más bien una fortaleza ya que así es como ha podido escapar en gran medida a la dominación total tanto del capital como del Estado, ambas formas modernas y poderosas, haciéndolas fracasar de forma sistemática.
Por consiguiente, es necesario regresar a las comunidades y a sus instituciones, a su memoria y a su saber e inteligencia colectiva. En particular, hay que aprender cómo se distribuían otrora, e incluso hoy en día, los recursos necesarios para la autoperpetuación humana.
Y ello porque, junto a una sociedad oficial formada por jerarquías internas, benevolentes o depredadoras, que son fruto de la colonización, han existido siempre sociedades igualitarias. En esos espacios colectivos y comunitarios los recursos se gestionan de forma participativa a través de sistemas contributivos abiertos que no se limitan a los impuestos.
Estas sociedades igualitarias se rigen por el doble principio de la mutualización y de la negociación social. Las múltiples asociaciones cuyo objetivo es el beneficio social son un claro ejemplo de este tipo de sociedades. La denominada economía informal muestra que su principal motivación es crear algo que sea directamente provechoso para los que colaboran en ella. Es así como se ganan la vida, produciendo valor añadido para el mercado. Más allá del intercambio, lo que importa es favorecer al desarrollo de las comunidades productivas.
África debe entrar por voluntad propia en una «gran transición» cuyo objetivo sea crear las condiciones para el fortalecimiento de la inversión social. Es necesario reconfigurar el equilibrio entre el mercado y el Estado, y entre el Estado y la sociedad para alcanzar el objetivo de mutualización. Durante mucho tiempo, el Estado ha sido y sigue aún dominado por una clase depredadora que utiliza su posición de poder en el seno de la burocracia para maximizar su beneficio personal. En su método actual, el Estado reinvierte muy poco para mantener y fortalecer las capacidades generativas de las comunidades.
Es necesario romper esa relación exclusivamente extractiva y depredadora con el Estado e imaginar una relación generativa que enriquezca lo social. Este reequilibrio debe hacerse a favor de todos los sectores productivos de la sociedad y en detrimento de las clases burocráticas y de la fuerza armada formal o informal. Dicho de otro modo, hay que reemplazar la fuerza por la palabra, el argumento y la persuasión.
Para invertir esta relación de fuerzas en beneficio de los sectores productivos de la sociedad a expensas de quienes buscan solo la rentabilidad, se pueden aprovechar las capacidades generalizadas de comunicación que permiten las nuevas tecnologías y el acceso universal al mundo digital, siempre y cuando este instrumento sirva para incrementar la capacidad crítica y de organización propia, así como las capacidades para crear y redistribuir valor.
En resumen, gobernar será garantizar, en nuestro entorno ecológico, la armoniosa interacción entre los seres vivos. Esta debe ser la base de la refundación de un nuevo contrato que no será solo social porque intervendrán también los habitantes no humanos del planeta, tanto los individuos como el resto de especies.
Lo que hay que reinventar es, en gran medida, el concepto de soberanía. El biotopo —o incluso el ecosistema— debería ser en adelante el soberano en última instancia, como de hecho era el caso en las sociedades africanas precoloniales.
En aquella época, gobernar a los seres humanos consistía en garantizar continuamente el equilibrio del biotopo y las sociedades humanas supieron acoger todos los demás entornos. Allí donde había Estados, su primera función era garantizar la cobertura social de los pueblos, especialmente frente a las crisis y a todo tipo de riesgos.
Achile Mbembe es profesor de Historia y Política e investigador en el Wits Institute for Social and Economic Research (WISER) de la Universidad Witwatersrand de Johannesburgo. Nació en Camerún en 1957. Ha ejercido como profesor de Historia en las universidades de Columbia (Nueva York) y de Pennsylvania; y ha dirigido, además, el Consejo para el Desarrollo de la Investigación en Ciencias Sociales en África (CODESRIA), con sede en Dakar.
Artículo originalmente publicado en francés en RFI y traducido al español por Inmaculada Ortiz