Premio de la Bienal de Venecia 2007, PHotoEspaña Baume et Mercier 2009, World Press Photo 2010,… No hablamos de Sebastião Salgado ni de cualquier otro cotizadísimo gurú de la fotografía contemporánea con la piel pálida y habilidad para poetizar visualmente la miseria. Hablamos de un hombre negro, maliense y cuyo nombre reconocen solo quienes saben realmente mucho de arte: Malick Sidibé. Un hombre que fotografió fundamentalmente la alegría de vivir del ciudadano corriente y que murió ayer en Bamako, Mali, a los 80 años de edad, ciego, sordo y gastado por los años.
A Malick Sidibé lo «descubrieron» muy tarde, en la Bienal de la Fotografía de Bamako en 1994. Se le reconoció en este siglo que ahora transitamos sin él, aunque no se le pueda negar su hueco entre la flor y nata de los clásicos, junto a Cartier Bresson, Mama Casset, Doisneau, Sakaly, Keïta o Capa. Y eso a pesar de que no figura en la mayoría de los diccionarios y libros de fotografía del siglo pasado y que ponen el foco sobre un África desvalida y triste y mencionan a fotógrafos blancos, occidentales.
Sidibé huía del efectismo y lo trágico. La mayoría de sus imágenes retratan un Mali feliz, optimista, bailongo y a unos malienses que sonríen con inocencia, recién saboreada la independencia, en sus momentos de ocio. Fotografiaba la pura felicidad en guateques iluminados por su flash, el único de Bamako, y escenas festivas que componía en su estudio del barrio de Bagadadji, abierto en 1962. Malienses con gafas de sol enormes, pantalones ajustados con pata de elefante, revuelos de falda, sombreros imposibles. Un estallido de puro color, luminosidad y alegría a pesar del blanco y negro. Una mirilla excepcional para echar un vistazo maravillado a la vibrante vida social de Bamako a partir de 1957, con fiestas, celebraciones, escapadas y todas las ocasiones posibles para celebrar la vida inmortalizadas por él. Sidibé creó un puro catálogo de «tipologías urbanas» de la época, según nos explicaba el blog África no es un país hace un par de años, que reflejaba a la juventud del momento en la eufórica capital maliense del momento. Inmerso en la historia y la vida social de un Mali que se despertaba y estiraba al calor de los nuevos tiempos, Sidibé dedicaba las horas del día a su labor en el estudio y reservaba las noches a las fiestas y el cuarto oscuro, siempre trabajando, revelando, encuadrando. Vendía las imágenes a sus protagonistas, cuando apenas habían tenido tiempo de despejarse la resaca y despojarse de las galas nocturnas para entrar en el día. Si pudiera escucharse la banda sonora de esos negativos, moveríamos los pies hechizados por los acordes de rock y swing que invitaban a juntar los cuerpos y los corazones, a disfrutar cada momento.
En España lo conocimos en 2001, recién estrenado el siglo, gracias a La Mar de Músicas de Cartagena y el coleccionista André Magnin. Ha expuesto en diferentes espacios de nuestro país, como el CCCB, el Guggenheim de Bilbao, la galería Oliva Arauna o la propia Casa África. Puede disfrutar de sus obras, de manera permanente, en el Studio Museum Harlem de Nueva York. También figura en la Colección Pigozzi, en la Sokkelund y por supuesto, en el Museo Nacional de Mali.
Sidibé se envolvía en un bubú blanco y se reía mucho en una de sus últimas entrevistas, a pesar de andar algo desmemoriado, sin vista, achacoso. Uno de sus hijos había heredado la tarea de retratar a sus compatriotas y el estudio se había convertido en un lugar de peregrinación, mientras que él disfrutaba los días que le quedaban en su casa, con sus tres mujeres, una veintena de hijos y una miríada de nietos. No salía casi de casa, sólo atendía visitas y conversaba con ellas.
Se le recordará acodado en la mesa de un bar, pegado a su cámara, buscando el gesto de complicidad oportuno, la sonrisa libre, el meneo de cadera que invita a dejarse llevar por la música. En blanco y negro. Despreocupado, dulce y evocador como el chachachá de las independencias.
Ángeles Jurado es periodista y forma parte del equipo de Medios de Comunicación de Casa África.