La cumbre por el clima de Bakú, antes de empezar, ya contaba con una ironía: por tercera vez consecutiva la COP (Conference of the Parties) dedicada al cambio climático se celebraba en un país productor de combustibles fósiles. Las dos ediciones anteriores se celebraron en Egipto -20% de las exportaciones son petróleo y gas- y Emiratos Árabes Unidos -45% de las exportaciones son petróleo, gas y gasolina. En Azerbaiyán ya se superaron todos los límites: el 90% de las exportaciones del país son petróleo, gas y gasolina. No fue sorprendente que el presidente azerí, Ilham Aliyev, no fuera el defensor más entusiasta de la transición energética. El encuentro despertó tan poco interés que los presidentes de Estados Unidos, China e India -que representan más del 50% de las emisiones de CO2- ni siquiera se presentaron. El encuentro del G20, que se produjo simultáneamente a la cumbre por el clima, acabó sin mencionar la necesidad de dejar de utilizar combustibles fósiles.
Embarrancados en choques geopolíticos, muchos países se ven tentados por una política aislacionista -nosotros primero-, pero el cambio climático no entiende de fronteras ni admite retrasos administrativos. Mientras las COP se van sucediendo -la del año que viene es en Brasil, otro país productor de petróleo- y los compromisos se van enfriando, el calentamiento global y sus efectos siguen imparables. La catástrofe valenciana ha sido el recordatorio más cercano, y ya ha habido avisos en varios países del continente africano. La inestabilidad en el Sahel no deja de ser una consecuencia de las sequías y la falta de acceso a la tierra -que facilitan el choque entre agricultores y pastores-; una sequía en Zambia provocó escasez de alimentos y electricidad. La guerra de Sudán sigue su curso con dos bandos enfrentados y financiados por potencias extranjeras que aspiran a utilizar el agua y las tierras sudanesas para alimentar a sus poblaciones.
Estados Unidos y Europa -tradicionalmente los mayores consumidores de combustibles fósiles- se mueven entre las llamadas a la acción y las excusas. Una de las más frecuentes en Europa es que ‘nosotros ya hemos ido reduciendo las emisiones’, pero que eso es estéril porque ‘China e India siguen contaminando y añadiendo plantas de carbón’. Es verdad: desde 2013 los Estados Unidos han reducido sus emisiones un 0.9% anual; Europa las ha reducido más de un 2% al año durante ese mismo periodo. India y China, al contrario, aumentaron sus emisiones cada año en un 4% y un 2% respectivamente. De los 40 000 millones de toneladas de emisiones de CO2 en 2023, 15 000 millones procedían de China e India. Otro dato contextualiza mejor los números anteriores: buena parte de ese consumo energético se utiliza para fabricar los productos que luego consumimos en Europa y Estados Unidos. Dicho de otra manera: en parte contaminamos menos porque las fábricas ya no están en nuestro territorio: disfrutamos del producto y deslocalizamos la contaminación. Solo el año pasado la Unión Europea gastó 77.000 millones de dólares en smartphones, portátiles y paneles solares ‘made in China’. El 30% de todas las exportaciones chinas acabaron en Europa y los Estados Unidos. China es el país que más contamina y, a la vez, el país que ha desarrollado tecnologías baratas que contribuirán a luchar contra el cambio climático -paneles solares y coches eléctricos que vende por todo el mundo. Occidente deberá elegir entre la política económica local -salvar los empleos ligados a la industria automovilística de las marcas europeas- y la lucha contra el cambio climático. Y no hay mucho tiempo para actuar.
El dilema de los países africanos
Para los países africanos estas son reuniones difíciles. Un opositor gambiano describió la asistencia de su país a la COP como “una broma”, señalando que el gobierno nacional pide dinero para conservar el medio ambiente mientras vende sus bosques a inversores privados. Varios países africanos viven la misma disyuntiva que Azerbaiyán o los gigantes petroleros de Oriente Medio: ¿cómo renunciar a su mayor fuente de recursos y divisas voluntariamente? El petróleo es el producto más comercializado del mundo – y el segundo fue la gasolina. Nigeria, Angola, Guinea Ecuatorial, Gabón o Chad dependen de forma casi exclusiva de esas exportaciones. A ellos se están uniendo nuevos productores que apenas están estrenando sus primeras ventas de crudo (Senegal, Níger) o que aspiran a hacerlo (Namibia, Uganda).
La energía tiene una correlación clara con el desarrollo económico: no hay ningún país pobre que se haya enriquecido sin pasar por una fase industrial, y para hacer funcionar una industria necesitas incrementar tu consumo energético. ¿Y si los países africanos utilizaran sus recursos energéticos para edificar esa industria? El modelo exportador de petróleo crudo, tal y como ha demostrado la experiencia de los países mencionados anteriormente, no se ha traducido en prosperidad para los africanos. Los africanos argumentan -con razón- que Occidente se ha enriquecido emitiendo CO2 y que ahora ellos tienen ‘derecho’ a hacer lo mismo. Sería posible si el resto del mundo frenara en seco sus emisiones y dejara ese ‘espacio’ para los africanos. Sin embargo, no es el escenario ante el que nos encontramos: las emisiones en 2023 marcaron máximos según el Statistical Review of World Energy de 2024.
África apenas genera el 4.4% de las emisiones mundiales, pero sufre como nadie sus consecuencias: sequías, inundaciones y catástrofes naturales que dañan sus frágiles sistemas de producción de alimentos. Pese a los ceños fruncidos, los primeros compradores de petróleo africano seguirán siendo algunos de los países que critican el aumento de esos proyectos en el continente: Alemania, sedienta de petróleo tras su desconexión forzosa de Rusia, ya se ha convertido en el primer importador de petróleo de Chad. Y también ha comprado crudo de Senegal, flamante nuevo productor de África occidental.
Un número asumible
Otro de los factores que incentiva la explotación rápida de los recursos africanos es la necesidad de pagar sus deudas. Cualquier actor interesado en la preservación del medio ambiente en el continente debería preocuparse del muro de deudas que se asoma en 2025, y que ya supera a todo el dinero que los africanos reciben en concepto de ayuda al desarrollo. La necesidad de conseguir dólares rápidamente gracias a las exportaciones descarta cualquier iniciativa de conservación. El petróleo, el gas, la madera, el pescado, el cobre, el hierro o el cacao deben ser convertidos en dólares para poder cumplir con los acreedores. Esta salida de capital se da mientras escalan los tipos de interés de los préstamos concedidos a los estados africanos. Simultáneamente se lamenta la falta de capital para facilitar la transición energética del continente o se hacen promesas que nunca se cumplen. El Banco Africano de Desarrollo señaló que para colmar el déficit de infraestructuras -la base de cualquier cambio económico-, África necesitaría entre 130.000 y 170.000 millones de dólares.
Parece una cifra inasumible pero no lo es, al menos si la comparamos con algunos números. Según el Fondo Monetario Internacional, en 2022, los países de todo el mundo gastaron 7 billones de dólares en subsidiar combustibles fósiles. Lo hicieron de forma explícita -vendiendo la electricidad y la gasolina por debajo de su precio de coste, como China y Arabia Saudí- o de forma implícita -ignorando los costes medioambientales que se infravaloraban en el precio final, como Estados Unidos, Rusia o Japón. En total, los subsidios explícitos superaron el billón de dólares. Los implícitos completaron la cifra final de 7 billones de dólares. Por PIB, 7 billones de dólares serían el tercer país más grande del mundo, 4 veces la economía española. Gracias a estos subsidios los consumidores tuvieron -tienen, tendrán- gasolina más barata -y la usan mucho más. Solo con una pequeña parte de esos subsidios se podría dar un salto adelante en las infraestructuras de todo el continente africano, pero nadie quiere disgustar a los ciudadanos de sus países.
Esos subsidios están retrasando la transición energética y son regresivos -los más ricos y las empresas más grandes son los que consumen más energía, y reciben más dinero en subsidios. Las reuniones y las COP se van sucediendo y el objetivo de limitar el aumento de temperaturas en 1.5 grados centígrados respecto al periodo preindustrial parece casi imposible. Los dirigentes discuten por cuadrar textos que parezca que se comprometen de una forma decisiva a tomar un rumbo claro hacia alguna parte donde quizá se decida algo. O no. Firman, se dan la mano y sonríen satisfechos. Aceleramos hacia el abismo climático, pero al menos podremos ir en coche.